—?Cómo se llama? —preguntó Emilie. Había estado aprendiéndose los nombres de las plantas, pero, de algún modo, se le había pasado por alto esta que crecía en la sombra.
—Yerba buena.
—Qué curioso —comentó Emilie—。 Es el nombre del restaurante preferido de mis padres. ?Te acuerdas, Pablo? Es ese sitio al que fuimos en Sunset Beach.
—?Ese tan sofisticado?
—Exacto.
Pablo dejó caer en un cubo las malas hierbas que había quitado y se acercó a ella frente a la planta. Arrancó un tallo y lo sujetó ante el rostro de Emilie.
—Aquí tienes una ramita de menta. Dame todo tu dinero.
Los dos rieron. También la se?ora Santos.
—Entonces, ?es un tipo de menta? —preguntó Emilie frotando una hoja entre los dedos.
—Sí, es buena para el té —explicó la se?ora Santos—。 La mayoría de estas plantas lo son. Un jardín de té es algo fácil de mantener. Tisanas, técnicamente. Plantas peque?as. Sencillas. Recogeré unas pocas para ti. Mira a ver qué te gusta.
Verbena. Menta verde. Manzanilla. Salvia. Yerba buena.
—Es un ramillete —dijo Emilie cuando la se?ora Santos se lo entregó.
—úsalas frescas. Pruébalas esta noche cuando estés haciendo los deberes.
Recogieron sus cosas y empezaron a andar hacia sus respectivas casas, que estaban una frente a otra, a seis manzanas de la escuela.
—?Cómo está Colette? —preguntó la se?ora Santos.
—Bien. Me está ense?ando a tocar la guitarra. Tócame los dedos.
—Has estado practicando —comentó la se?ora Santos notando los callos.
—Toca —le dijo Emilie a Pablo mientras esperaban en un paso de cebra.
—Guau.
La luz cambió y cruzaron. Emilie pensó en Colette poniéndole los dedos en la posición correcta y diciéndole cuándo cambiar los acordes. Las dos aprendiendo canciones sobre la cama de Colette. Aunque, durante las últimas dos semanas, a menudo Emilie había estado practicando sola en su habitación mientras su hermana se quedaba en la suya. Recordó una escena que había sucedido un par de noches antes: Colette gritándole y cerrando la puerta de golpe.
Casi habían llegado.
—Ya me dirás qué piensas del té —iba diciendo la se?ora Santos—。 Solo tienes que calentar un poco de agua y echar unas hojas. Y, si quieres, también un poco de miel.
Emilie se despidió con la mano mientras subía los escalones de su casa.
—Nos vemos ma?ana.
—Pásate después y dame las respuestas de álgebra —exclamó Pablo, y la se?ora Santos lo rega?ó. Emilie vio que la puerta principal no estaba cerrada con llave y entró.
No había nadie alrededor, así que cortó un poco de queso para picar junto con una manzana y se llevó el plato a la terraza. Unos meses antes su padre, Bas, y sus dos primos habían desarmado la vieja terraza y habían invitado a Emilie y a Colette a que los ayudaran a construir una nueva.
?Es tradición familiar?, había explicado Bas. ?Nosotros también ayudamos a nuestros padres a construir casas, terrazas y todo tipo de cosas?.
—Y cuando estábamos en Nueva Orleans, nuestros padres ayudaron a los suyos —había agregado Rudy, el mayor de los primos y el único que había nacido antes de que las familias se mudaran a Los ángeles.
Colette había puesto los ojos en blanco. Hacía poco que había logrado terminar el instituto, casi por milagro. Su expediente académico del segundo semestre era tan desolador que la universidad a la que había planeado ir retiró su candidatura.
?Mis amigos me están esperando en la playa?, había dicho como excusa.
Pero a Emilie le había parecido emocionante. Pilas de madera y primos que rara vez se veían, aunque vivieran en pueblos vecinos.
?Vamos, hermanita?, había insistido Emilie. ?Será divertido?.
Colette se había apoyado en la casa. Para Emilie era casi de otro mundo, tres a?os mayor y cinco centímetros más alta que ella. Tenía el pelo más largo que Emilie y los shorts vaqueros más cortos. Había ladeado la cabeza y los había hecho esperar a todos. Luego, se había encogido de hombros y había dicho: ??Por qué no??.
Colette estuvo ayudando durante aproximadamente una hora antes de anunciar que tenía que marcharse. En cambio, Emilie se había pasado todo el día con ellos, escuchando sus historias, sonriendo ante sus chistes (incluso ante los que no entendía) y martilleando clavos donde le decían que lo hiciera. Le habían ense?ado a usar la lijadora eléctrica, se había puesto una máscara y gafas protectoras, y había trabajado en las barandillas hasta que habían quedado lisas.
Ahora estaba apoyada en la barandilla, observando un pedazo de jardín desnudo en el que había muerto un rosal y nunca había sido reemplazado. Tal vez pudiera trasplantar un ramillete de lavanda. O, a lo mejor, empezar su propio jardín de té. Vio movimiento a través de la puerta corrediza, debía de haber alguien en casa. Sus padres no tenían un horario de trabajo regular. Bas era contratista y Lauren, abogada de entretenimiento. Llegaban y se marchaban cuando querían y dejaban que sus hijas hicieran lo mismo.
Té. No lavanda, pensó Emilie. Le pediría ayuda a la se?ora Santos para empezar. Y entonces oyó golpes desde el interior, botas que bajaban las escaleras velozmente y el grito de Bas pidiendo ayuda: —?Llama a emergencias! ?Es tu hermana!
Tomó el teléfono y marcó. Siguió a su padre escaleras arriba mientras sonaba y el operador le preguntaba cuál era la emergencia, pero Bas estaba bloqueando la puerta del ba?o.
—No mires, cari?o. Diles que envíen una ambulancia ya mismo. Diles que es una sobredosis y que vengan de inmediato. No mires, Em, espéralos en la puerta.
Así que Emilie volvió a bajar. Llegó la ambulancia, en silencio, sin sirenas, y aparcó enfrente. Dos paramédicos entraron a toda prisa y ella les se?aló las escaleras. Lauren también estaba en casa y Emilie no pudo hacer nada mientras los paramédicos sacaban a su hermana y la metían en la parte trasera de la ambulancia, inconsciente pero viva. Bas subió tras ellos.
Lauren agarró las llaves del coche.
—Voy a seguirlos al hospital —le dijo a Emilie.
—Voy contigo.
—No, no, quédate. —Lauren tomó el rostro de Emilie entre las manos—。 Hija mía, mi buena ni?a. Quédate aquí mientras no estamos.
Emilie miró por la ventana y vio que la ambulancia se alejaba, seguida por su madre. Mientras, el resto del mundo ignoraba que aquello estaba sucediendo. Unos minutos más tarde se encendieron las luces al otro lado de la calle, en casa de los Santos. Podría haber cruzado, habérselo contado todo y haber cenado con ellos. Pero no lo hizo. Se quedó sola en casa mientras avanzaba la noche. Miró sus deberes, se olvidó de comer. El ramillete de plantas del jardín de la escuela se marchitó en la encimera. Se metió en la cama y se quedó tan quieta como pudo.