—Deberíamos encontrar un lugar profundo —sugirió Sara.
—Vayamos a aquel muelle —se?aló Spencer.
Cruzaron las rocas y pusieron los pies en la superficie inestable del muelle. Sara dejó la caja.
—No sé cómo hacer esto —murmuró—。 ?Quieres decir algo?
Pero Spencer estaba llorando y negó con la cabeza.
—Podemos esperar, si quieres.
—No —le dijo—。 Hagámoslo.
Sara abrió la tapa. Dentro había cenizas grises y peque?os fragmentos de hueso. Metió la mano, agarró todo lo que pudo y lo echó al río. Una parte cayó y a otra se la llevó la brisa. Sacó otro pu?ado. Y otro. Spencer también agarró y lo echó. Cuando la caja estuvo vacía, volvieron al coche.
—He quedado con una amiga —dijo Spencer cuando Sara abrió la puerta.
—Vale —contestó Sara—。 ?Te llevo a algún sitio?
—No, está cerca. Iré andando.
Sara estaba en la cocina limpiando la nevera cuando él volvió tan solo una hora después. Se alegró de oírlo (pensó que, al fin y al cabo, sí quería estar con ella), pero luego vio que había venido con una chica. Pelirroja, con pecas y más o menos de su edad.
—Tina, esta es mi hermana Sara —la presentó. Habló con la voz tranquila y grave, como si le costara pronunciar las palabras.
—Hola —saludó Sara—。 Es un placer conocerte.
—El placer es mío. Lamento mucho lo de tu padre.
—Gracias.
Observó a Spencer quieto en el pasillo, vio la oscuridad bajo sus ojos y su entumecimiento, y lo reconoció todo. él fue por el pasillo hasta la puerta y Tina lo siguió. Sara terminaría lo que estaba haciendo y dejaría que se consolara como lo había hecho ella antes de irse. Pensó en las moras y en las películas proyectadas en la fachada. Pensó en Emilie llevándola a la cama. Todo volvió a ella como una oleada, el dolor en su pelvis, la humedad en su entrepierna. Las manos de Emilie, su boca y el calor que emanaba cuando terminaban, mientras dormía profundamente.
Fue hasta su bolso para agarrar el móvil. No había cobertura.
Enjuagó la última fiambrera. Limpió el fregadero. Miró por la ventana a través de las cortinas de cuadros entreabiertas y vio el grueso tronco de una secuoya y los helechos que crecían debajo.
Volvió a sacar el móvil y tomó una foto. El fregadero de la cocina, la ventana, las paredes que los rodeaban. Encontró el número de Emilie y pulsó ?enviar?. Observó cómo la línea azul empezaba a avanzar y se quedaba atascada en el centro.
Oyó un gemido saliendo de la habitación de Spencer y se acordó de la chica. Les dejaría la casa para ellos solos.
Había pasado una década desde la última vez que había entrado en el pueblo. Habían abierto nuevos negocios con nuevos letreros y se habían construido fachadas de lujo que se apretujaban entre los lugares conocidos. El Cerdo Jugoso seguía allí, ocupando una manzana entera, y, a su lado, el bar Appaloosa, donde iban a beber su padre y sus amigos. El banco que había estado cerrado durante a?os ahora anunciaba helados, tartas y artículos para el hogar. Había una tienda tradicional que vendía queso caro y kombucha. Estaban en noviembre, pero de todos modos había turistas. Antes solo iban en verano.
Pero a pesar de sus intentos de transformación, el pueblo seguía siendo el pueblo. Seguía sin parecer un paraíso.
Sara salió de Main Street y se dirigió a la peque?a iglesia blanca en la que predicaba el padre de Lily. Las ventanas de la capilla estaban tapiadas. Dobló la esquina para ver si el apartamento contiguo en el que vivían estaba ocupado. Colgaban gruesas cortinas de las ventanas. Era imposible de decir. Caminó unas manzanas más hasta donde habían crecido Annie y Dave con sus padres, pero había ni?os jugando en el patio delantero con un hombre que no era Dave. Las jardineras que cuidaba su madre habían desaparecido y la vieja puerta había sido reemplazada por una más moderna con un panel de vidrio esmerilado en el centro. Ahora era la casa de vacaciones de alguien. Ya no vivían allí.
La Tapatia tenía un cartel en la ventana que decía: Cerrado durante el invierno. La peluquería Deseos y Secretos seguía a su lado, pero el bar que había a continuación era nuevo. Miró la carta expuesta en la ventana. Tequila, mezcal, cítricos y jengibre. Antes no había nada de ese estilo. Entró, en parte como lugare?a, en parte como turista, sin saber cómo sentirse. Pero una copa pintaba bien, al igual que una mesa tranquila en una habitación en la penumbra donde nadie la reconociera.
Pidió el cóctel de la casa al joven de la barra y eligió una silla desde la que pudiera mirar por la ventana. En otra mesa había un grupo de turistas disfrazados con sombreros y ponchos, sacándose fotos con los móviles. Una de las voces de las chicas era ronca, fuerte, y sonaba de un modo que demostraba lo mucho que le gustaba oírse hablar.
Sara analizó el papel de pared (flores de colores y estrellas metálicas) y se preguntó si a Emilie le gustaría. Tomó un sorbo sin saborear la bebida. Se volvió hacia la ventana y vio a una mujer de su edad pasando lentamente por fuera, mirándola. La mujer levantó la mano a modo de saludo y Sara entrecerró los ojos rebuscando en su memoria. Tardó demasiado en ubicarla. Crystal, pensó. Pero cuando le vino el nombre, Crystal ya se había ido.
Comprobó su teléfono. La línea azul seguía atascada. Amplió la fotografía. El fregadero con el esmalte manchado. Las cortinas sucias. Se preguntó qué estaba haciendo al enviárselo.
Salió del bar y volvió andando a su casa. Le había sentado bien ir allí. Le había venido bien recuperar las cenizas y lanzarlas al río. Pero no quería quedarse.
Había coches aparcados enfrente de la casa. En el interior, la sala de estar estaba abarrotada con los amigos de Spencer. ?Habría estado todo ese tiempo esperando a que se marchara? Alguien contó un chiste y todos rieron. Humo de marihuana, ventanas cerradas.
—Escuchadme, esta es mi hermana Sara.
—Hola —saludó Sara a los chicos sentados en el sofá y a la chica que ocupaba la silla.
Tina estaba vertiendo una botella grande de plástico de Coca-Cola en varios vasos de plástico rojos y a?adiendo whisky.
—Es encargada de bar en Los ángeles —agregó Spencer.
—?Quieres uno? —ofreció Tina.
—No, gracias —contestó Sara.
Observó a Tina mientras servía los vasos. Se sentía expuesta.
No era un símbolo de celebración. No había nada bonito en ello. Tal vez se había estado enga?ando a sí misma todo ese tiempo, pensando en que lo que hacía era especial. Tal vez solo fuera una versión glorificada de la ni?a a la que estaba observando. Tal vez era como su padre y vendía drogas. Solo que ella las adornaba y las hacía más dulces.