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Yerba Buena

Author:Nina Lacour

Yerba Buena

Nina Lacour

Para mi mujer, Kristyn, que entra en una habitación y me deja sin aliento. Mira la vida que hemos creado juntas.

Y para mi padre, Jacques, que generosamente me permite utilizar los detalles de su juventud en Los ángeles en mi ficción.

UNA TARDE DE PRIMAVERA Iban juntas colina arriba. Un borrón de árboles y cielo en el exterior, el chirrido de los frenos y la tensión entre ellas. Con cada curva del camino, notaban la presión de un hombro desnudo contra el otro, hasta que el bus ralentizó y se detuvo.

Se abrieron las puertas y salieron a la calle. Armstrong Drive terminaba allí: un aparcamiento, la caba?a de un guardabosques, la entrada al bosque. Sara abrió la cremallera de su mochila, sacó un termo, desenroscó el tapón y tomó un sorbo. Sus dedos se tocaron cuando se lo pasó a Annie, y Sara observó cómo presionaba su boca contra el metal y bebía.

A Sara siempre le asombraba el modo en el que cambiaba el aire cuando entraba al bosque. Era frío y húmedo, y la tierra estaba fresca incluso en días soleados como ese, que ya se estaba apagando y despidiendo. Annie preguntó si deberían conseguir un mapa, pero Sara negó con la cabeza. Conocía bien el bosque; si se perdía, no tendría problemas para encontrar el camino de regreso.

Le tomó la mano a Annie y la condujo más allá de la caba?a del guardabosques. Un grupo de turistas pasó por su lado, mirando hacia arriba. Estaba bien sentirse peque?a, por eso su madre la traía aquí de ni?a y por eso Sara seguía viniendo incluso después de que ella hubiera muerto.

Cortaron por el sendero favorito de Sara (el más empinado y silencioso) y caminaron hasta que se quedaron sin aliento, con los ojos dirigidos a las ramas de las viejas secuoyas, tan cerca como podían estar del cielo.

—?Por aquí? —preguntó Annie.

Sara siguió su mirada hacia una arboleda que había fuera del sendero. Asintió y se le aceleró el corazón. Caminaron con todo el cuidado del mundo sobre el suelo del bosque hasta llegar a un anillo de secuoyas jóvenes con un tronco hueco en el centro. Una vez allí, sacaron una manta y un par de jerséis de las mochilas y los colocaron sobre las agujas de pino.

En el bosque reinaba el silencio. Todos los demás estaban muy lejos.

—?Puedo besarte ahora? —preguntó Sara.

—Todavía no —respondió Annie. Se sacó la camiseta y se desabrochó el sujetador.

—?Y ahora?

Annie negó con la cabeza.

—Te toca.

Así que Sara también se quitó la camiseta y Annie se apresuró a besarla antes de que Sara pudiera volver a preguntar.

Había llegado el alivio tras tantas horas de espera.

Había llegado la emoción de dos chicas de catorce a?os, enamoradas en secreto.

Sara se hundió en la manta y Annie se colocó encima de ella. Se besaron las curvas del cuello y las clavículas. Se tocaron los pechos con las palmas de las manos. Sonrieron, se sonrojaron y se besaron con más intensidad.

Después de un rato descansaron juntas, Annie con la cabeza apoyada en el hueco del cuello de Sara.

—Mira —susurró Annie.

Sara vio una babosa banana, de un amarillo brillante, que emergía de un helecho. Se acercó a Sara y ella se estremeció ante su extra?a y fría aspereza, tratando de no reír. La babosa se abrió camino por su pálida barriga y luego pasó a la de Annie. Le llevó una eternidad. Eran tres criaturas en el bosque. Las chicas se quedaron muy quietas, y el bichito dejó un brillante rastro de baba en sus pieles.

A su paso, provocó una oleada de dolor: le recordó a Sara el estampado de diminutos diamantes de una bata de hospital. El esmalte de u?as rosa flamenco que Sara le había aplicado cuidadosamente a su madre. Los ojos amarillentos, los pálidos labios agrietados. Las expresiones de preocupación de las enfermeras, las rabietas del hermano peque?o de Sara y cómo su padre se quedaba en una esquina cuando iba a visitarla, con las manos entrelazadas en la espalda. Todas aquellas semanas de hospital, Sara había tenido la sensación de estar asomándose a un abismo. Y luego su madre se fue y se sumergió en él.

—Oye —murmuró Annie. Sara regresó al bosque de secuoyas con el corazón latiéndole con fuerza—。 ?En qué estabas pensando?

—En nada, en realidad.

Una brisa agitó las ramas por encima de ellas.

—Dime algo que no sepa todavía —le pidió Annie—。 Sobre ti.

La voz de Annie sonaba muy cerca del oído de Sara y su cuerpo suave le presionaba la piel. ?Qué podría decir Sara que le gustara? Nada de lo que había sucedido durante los dos últimos a?os ni tampoco en los meses anteriores. Nada de la escuela, porque a veces se sentía como si se acabaran de conocer, aunque se habían sentado juntas en clase desde que eran peque?as. Tendría que remontarse más… y lo encontró.

—En mi familia solíamos jugar a un juego todos juntos. Un juego de dibujar. Nos sentábamos alrededor de una mesa y alguien empezaba, en general mi padre. Dibujaba una calle, un tren o una monta?a. Y luego quien estaba a su lado tenía que a?adir algo. Gente, o coches, o el cielo. A quien le tocara ser el último tendría que finalizar el dise?o, y entonces toda la página quedaba completa. Me encantaba. Esperar a ver qué dibujaban, pensar en algo que los sorprendiera. A veces nos pasábamos horas así.

Esperó que fuera suficiente y sintió que Annie la abrazaba con más fuerza.

El sol ya se estaba acercando al horizonte y tenían que volver, Annie con su hermano gemelo y sus padres, y Sara con su hermano peque?o, para asegurarse de que comiera. Ahora debía estar montado en su bicicleta saliendo de casa de su amigo, de camino a la suya. Puede que su padre esté allí esta noche. Puede que no. De cualquier modo, Sara tenía que tomar el bus de regreso al pueblo antes de que el sol se pusiera sobre las destartaladas caba?as, las rústicas casas de vacaciones y el ancho y fangoso río. Sobre el bar Appaloosa, la peluquería Deseos y Secretos y la iglesia con el campanario blanco del padre de Lily.

Solo unos minutos más aquí, pensó.

Otro beso.

Otro pájaro volando sobre ellas.

Otra brisa refrescándoles la piel.

Qué fácil era olvidarse del resto cuando se sentían peque?as y a salvo en el bosque.

Al otro extremo de California, Emilie apisonaba la tierra del jardín de su escuela católica alrededor de una nueva planta verde. Las hojas le resultaban familiares. Miró a su alrededor y sí, había más desbordando el muro de contención.

—?Es la misma planta, verdad? —preguntó.

La se?ora Santos asintió.

—Si ves un lugar vacío en el jardín, mira lo que ya está creciendo allí. Es muy probable que puedes sacar un poco de lo que hay.

La escuela se había vaciado unas horas antes. Ahora estaban solo ellos tres (Emilie, Pablo y la madre de Pablo) ocupándose de la peque?a parcela que separaba la escuela de la calle. La se?ora Santos se había ofrecido voluntariamente para dejarla bonita y útil al mismo tiempo. Había sembrado algunas flores y, sobre todo, plantas aromáticas.

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