Era casi la una cuando Jacob se marchó.
La madre de Emilie cumplió sesenta a?os y el padre hizo la reserva habitual en el Yerba Buena para el sábado por la noche. Por la ma?ana, el teléfono de Emilie sonó con un mensaje de Colette.
?Pasas a por tu hermana?
Ella respondió:
Si no te importa que nos desviemos a Long Beach.
Bas y Lauren habían ido a visitar a unos amigos cerca del restaurante antes de cenar y le habían pedido a Emilie que recogiera a su abuela. Le volvió a sonar el móvil:
Por mí, bien.
Así que, a las seis, Emilie condujo un kilómetro y medio desde su estudio en el Echo Park hasta el apartamento que Colette compartía con su mejor amiga en Silver Lake. Era casi invierno pero el sol era cálido y reluciente. En lugar de mandarle un mensaje de texto en cuanto llegó, aparcó en doble fila y fue hacia la puerta. Sonrió ampliamente tras sus gafas de sol cuando Colette le abrió.
Colette se quedó de pie en la entrada, descalza, con un largo vestido rojo ce?ido que le marcaba la delgada cintura.
—Hola, hermanita —saludó Emilie.
—Llegas pronto —contestó Colette volviendo a entrar en su apartamento. Pero en cuanto reapareció en la puerta con el bolso, le devolvió la sonrisa—。 Espero que haya ragú en la cena.
Aquella noche, mientras subía al coche, bajaba la ventanilla y se dirigía a casa de su abuela en Long Beach, Emilie se sintió como si estuviera observándose a través de la ventanilla de otro coche. Parecían hermanas, daba igual cómo se sintieran. Tenían el pelo oscuro ondulado y los labios carnosos. Gafas de sol, vestidos. Estaba acostumbrada a sentirse apagada al lado de Colette, pero ahora tenía un secreto. Lo notaba en su torrente sanguíneo, volviéndose cada vez más audaz.
Brillaba con él.
Claire estaba en el porche delantero cuando llegaron a Long Beach. Con sus ochenta y nueve a?os, llevaba un traje y medias negras transparentes, un bolso con diamantes de imitación en la mano, y tenía una mirada expectante. El simple hecho de verla hizo que a Emilie le entraran ganas de llorar. Las dos hermanas saltaron para ayudarla a subir al coche.
—Mirad qué vestidos —comentó Claire—。 Qué color de labios. —Tocó primero el pelo de Colette y después el de Emilie—。 Siempre me alegra el corazón veros a las dos juntas.
Emilie quería mucho a su abuela, con su acento de Nueva Orleans, su suave piel morena, la forma en que se demoraba en los detalles y su aprecio sin remordimientos por la belleza. Sus copas de bordes dorados y el papel de pared con motivos florales por toda la casa. Durante sus estudios, Emilie había entrevistado a Claire para un montón de trabajos académicos. Para ella era infinitamente fascinante cómo sus abuelos habían formado parte del éxodo criollo desde Luisiana después de la guerra, como una peque?a parte de la Gran Migración Afroamericana. Cómo habían hecho todo lo posible para recrear su hogar en el centro-sur de Los ángeles, abriendo barberías, panaderías y restaurantes, organizando clubes y bailes. Estaban empapados de catolicismo. Bailaban a todas horas. Perfeccionaron su estofado gumbo y su jambalaya. Sus hijos crecieron bien versados en los triunfos y pesares de sus padres, orgullosos de su dislocada cultura. Sin embargo, la mayoría de los negocios criollos acabaron cerrando y su historia empezó a desvanecerse.
Claire era la mayor de tres hermanas: Claire, Adele y Odette. Eran conocidas por su belleza. Nunca se mostraban tristes.
Tenían la cintura tan estrecha que Adele llevaba una cinta métrica en el bolsillo por si veía a una mujer que pudiera rivalizar con ellas. Durante toda la vida, nunca estuvieron a más de ocho kilómetros de distancia. Emilie y Colette eran como ellas en principio, con cinturas estrechas y piernas musculosas, con el pelo oscuro y sus disputas infantiles. Eran como ellas en sus frecuentes llamadas telefónicas, pero no en los sentimientos que había detrás. Eran como ellas en su proximidad, pero no en sus secretos.
Como este.
Emilie llevaba su secreto con ella mientras conducía junto con Colette y con Claire hacia el Yerba Buena. Lo notó en la garganta cuando aparcó.
Colette ayudó a su abuela a bajar del asiento del copiloto y Emilie la agarró del otro brazo. Cuando la flanquearon, sintieron sus frágiles codos incluso debajo de la blusa y la chaqueta.
Claire apretó su agarre de la mu?eca de Emilie y a esta le preocupó que notara su pulso de colibrí y le preguntara qué le pasaba. Seguramente diría: ?Cari?o, ?estás nerviosa por algo??. Pero consiguieron llegar hasta la puerta y entrar sin que nadie descubriera el secreto de Emilie.
Bas estaba en la barra, y Lauren se encontraba en la parte de adelante, esperándolas.
—?Has hecho tú estos arreglos, Emilie? —preguntó cuando entraron.
Emilie asintió.
—Claire, ?te acuerdas de que Emilie es quien prepara los arreglos florales de este restaurante, verdad?
—Ah, son preciosos —alabó Claire—。 ?Cómo se llama esta flor?
—Es una amapola oriental —explicó Emilie.
Y ahí estaba Ken, con los ojos brillando ante la sorpresa de verla. Comprobó la lista de reservas.
—La familia Dubois —dijo—。 Bienvenidos.
—?Nos recuerda! —exclamó Lauren.
—Por supuesto —respondió él mirando a Emilie—。 Tengo una mesa para ustedes por aquí si ya están listos.
En cuanto llegaron a la mesa, Colette tomó la peque?a hoja de papel con el menú del día.
—?Ragú! —exclamó.
—?Hurra! —celebró Emilie.
—Me entran ganas de pedir dos platos solo para mí.
—Está muy bueno.
—Sí, y las raciones son peque?as.
Emilie podía notar los ojos de su familia sobre ellas por lo fraternales que se veían esa noche. Jugó con eso, animada por su nerviosismo, por la sorpresa en los ojos de Ken, por el modo en el que la gerenta, Megan, había pasado junto a ella y le había tocado el hombro a modo de saludo privado. Para cualquiera que no lo supiera, parecería simplemente que estaba caminando junto a su silla, que eso no significaba nada.
—Podemos pedir tres y compartirlos. Así podremos probar también otras cosas —sugirió Emilie.
—?Compartir? —repitió Colette—。 Qué mono, hagámoslo.
Megan apareció con una botella de prosecco. Un ayudante de camarero (que no trabajaba por las ma?anas) iba junto a ella con las copas.
—Queríamos que tuvieran algo para tomar mientras miran la carta.
Lauren le sonrió a Bas.
—Les has dicho que es mi cumplea?os —soltó. Se volvió hacia Megan—。 Muy amables, gracias.
Bas negó con la cabeza.
—En realidad, debe haber sido…
Bas miró a Colette, y Emilie sintió una molestia conocida. Por supuesto, tenía que pensar que había sido Colette, a pesar de que Emilie preparaba las flores del restaurante. Colette ni siquiera había podido ir sola hasta allí, mucho menos iba a pensar en llamar con antelación para avisar que se trataba de una ocasión especial.