Después de eso, Emilie solo pudo pensar en una noche en la que tenía diecinueve a?os y vivía con Alice en su primer piso. Dividían las facturas del agua y de la luz entre las dos. Hacían la lista de la compra y cocinaban grandes cantidades de chile los domingos por la noche para los otros universitarios del edificio. Emilie se sentía capaz y segura, motivada por la responsabilidad de un adulto, cuando Colette volvió de su tercer periodo de rehabilitación.
Con Alice pensaron que sería divertido tenerla en casa, beber té y sentarse en su desastroso sofá. Pasar el rato, simplemente. Pero hacía a?os que Emilie y Colette no pasaban el rato juntas por elección, y eso se notó desde el momento en que Emilie había abierto la puerta y había invitado a su hermana a su apartamento. Solo podía pensar en que Colette estaba viviendo en casa otra vez, en la habitación de su infancia, mientras la habitación de Emily al lado de la suya estaba vacía.
Alice había traído galletas y las había puesto sobre la mesa de café manchada que habían encontrado en la calle. Emilie era consciente de las imperfecciones de su piso, de su sencillez y de cuán descuidados estaban los muebles que habían rescatado. Pero, por primera vez, se alegraba de ello. Era como si las marcas de clavos en las paredes, la pintura agrietada del techo y la tela gastada del sofá pudieran suavizar la terrible sensación de haber superado a su hermana mayor.
Sentada en el sofá, Colette estaba guapísima envuelta en su jersey, pese a que no hacía nada de frío. A Emilie siempre le había parecido guapa, incluso en sus peores momentos. Sin embargo, después de la rehabilitación, llenaba mejor la ropa, el blanco de sus ojos era más blanco, tenía la piel de un hermoso color marrón claro y el rosa volvía a te?ir sus mejillas.
En medio de la exuberancia de las tareas del hogar, Emilie había plantado hierbas en una maceta rectangular que dejaba en el alféizar de la ventana de la cocina. Le ofreció a Colette verbena de limón, menta verde o una combinación de ambas.
—Están muy buenas juntas —había aconsejado Alice—。 Sobre todo con un poco de miel.
—Claro —había aceptado Colette—。 Lo probaré.
Emilie se había sentido orgullosa al servirle un té en una taza azul oscuro que había comprado ella misma en un apartamento con su propio nombre en el contrato de alquiler. Pero también había sentido culpa, como si los simples hechos de su vida fueran actos de traición. No podía entender cómo encajaban estos dos sentimientos.
Se centraría en lo que tenían por delante, eso haría que se sintiera mejor.
—?Cuáles son tus planes? —le había preguntado a Colette—。 ?Estás buscando trabajo?
Colette se había envuelto todavía más con el jersey.
—En Portfolio buscan camareros, hacen la formación allí. He rellenado la solicitud.
—Eso sería genial —había comentado Alice—。 A veces vamos a estudiar, podrías prepararnos los cafés.
—Bueno, ni siquiera me han hecho la entrevista todavía —había replicado Colette—。 Pero espero que sí.
—?Has considerado transferir tus créditos de la universidad comunitaria a Long Beach? Es una universidad muy buena. A nosotras nos encanta, ?verdad, Em?
Emilie había asentido. Le encantaba el anonimato, tantos alumnos corriendo de un lugar al otro. Le encantaba lo especial que era el jardín japonés, lo tranquilo que era. A menudo se sentaba a leer en un banco a la sombra y se detenía para observar a los peces koi nadando bajo los nenúfares. Le encantaban sus clases, el conocimiento esotérico de sus profesores. Le encantaba sobre todo cuando rompían el personaje y hacían referencia a sus familias o a su campo de estudios. Cuando se apartaban de los libros de texto y revelaban sus pasiones. Vivía para esos momentos. Sabía que algún día ella también sentiría esa pasión por algo.
Había ido a la cocina a calentar más agua, y cuando volvió encontró a Colette con aspecto cansado, frotándose el entrecejo. Emilie se dio cuenta de que no había sido buena idea sacar el tema del futuro. Tendría que haberse mantenido en el presente. Tendrían que haber hablado de música o de televisión.
—Oye —había dicho Emilie sentándose al lado de Colette—, ?sabes qué? Olvida todo lo que hemos dicho. Ya estás de nuevo en casa, permítete descansar. Hay mucho tiempo más para ir a clases, conseguir un trabajo o lo que sea.
Le había puesto una mano en la rodilla, pero su hermana la había apartado.
—Me estás tratando como a una ni?a, ?quieres parar?
Emilie sintió que se quedaba sin aliento. Habían pasado varios meses antes de que se volvieran a ver e, incluso entonces, Emilie no había hablado gran cosa por miedo a decir algo equivocado.
Ahora, tantos a?os después, seguía teniendo cuidado.
Miró hacia fuera y vio que el letrero de Libre se iluminaba al otro lado de la calle.
Llevo toda mi vida adulta esperando a que mi hermana me vuelva a querer, pensó.
No le diría nada a Colette ni a sus padres de lo que acababa de ver. La adicción era cosa de ella, sus decisiones eran asunto de ella. A Emilie nunca le había correspondido involucrarse.
Unas semanas después, Emilie y Alice fueron juntas a la muestra de arte de Pablo, las dos con vestidos negros. En cuanto entraron, lo vieron a través de las puertas de cristal de la galería. Llevaba un traje negro, una fina corbata negra y unas Nike de un blanco impecable. Estaba orgulloso, de pie junto a su familia. La se?ora Santos se secaba las lágrimas con un pa?uelo rosa y el se?or Santos estaba visiblemente nervioso por el exceso de emoción de su mujer. Y vieron las obras en sí: dibujos enormes, en su mayoría de grafito sobre papel grueso de algodón blanco, con bloques ocasionales de color melocotón, azul o verde.
Apenas pudieron hablar con él, pero se alegraron de ver cómo la gente pululaba por el espacio y cómo el director agarraba a Pablo del brazo y lo presentaba a los coleccionistas, mientras la chica de la galería cruzaba el espacio adhiriendo peque?as pegatinas rojas ante las obras vendidas. Había un dibujo en particular, algo alejado de los demás, que captó la atención de Emilie. Se abrió paso entre los invitados para acercarse. Se paró ante él, tratando de asimilarlo.
Había figuras trazadas en un lado, amontonadas, y tan sobrias que carecían de todo detalle. En medio de la obra había un corte negro e irregular que separaba una parte de la otra. Al otro lado, una sola figura se extendía hacia el grupo de gente.
Del corte surgía una planta con hojas de un color verde intenso, el único color que había en el cuadro. Miró la tarjeta blanca con el título.
Yerba buena.
Se quedó sin aliento.
?Era así como la veía?