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Yerba Buena(27)

Author:Nina Lacour

El Spencer que no era su Spencer volvió a mirar el móvil y suspiró.

—Spencer —empezó Sara.

—?Sí?

—El café está muy bueno.

—Es de un puesto de donuts.

Ella asintió. Solo quería volver a decir su nombre.

Al cabo de un rato, las autoridades dieron el visto bueno y se les permitió volver a sus apartamentos. Subieron juntos las escaleras y se despidieron desde las respectivas puertas. Sara se sorprendió al encontrar su apartamento exactamente como lo había dejado, pensó que algo tendría que haber cambiado. Eran casi las siete. No tenía que ir a trabajar hasta el mediodía.

Se dio una larga ducha.

Se vistió para el día.

Se preparó un café filtrado de los que servían en el restaurante en el que trabajaba ahora, uno de las más nuevos y caros de Venice.

Se bebió el café junto a la ventana y, cuando terminó, se acercó al archivador de metal que había comprado en una venta de garaje. Tenía todas sus facturas y documentos personales meticulosamente clasificados, por lo que solo le hizo falta un momento para dar con el antiguo contrato de arrendamiento firmado por Chloe casi cinco a?os antes, archivado junto con los avisos de modestos aumentos del alquiler que llegaban cada a?o dirigidos a Chloe, aumentos que Sara agregaba a los cheques mensuales con el pago del alquiler que siempre enviaba puntualmente.

Marcó el número que había en la parte de arriba del documento. Explicó cuánto hacía que vivía allí y que esperaba conseguir un nuevo contrato de alquiler en el que apareciera su nombre. La mujer al otro lado del teléfono le hizo varias preguntas y mencionó la posibilidad de una verificación de crédito y un aumento de precio.

Sara habría deseado que la historia del anciano tuviera moraleja. Pero, en lugar de eso, se creó una para sí misma: pertenecía a ese lugar tanto como cualquiera de los demás.

Todos trabajaban y pagaban el alquiler. Llevaban ropa imperfecta y tenían aliento ma?anero. Conocían la sensación de despertarse alarmados y de salir corriendo a una oscura acera. Se imaginaban el monóxido de carbono llenándoles los pulmones, envenenándolos mientras dormían. Un complejo de apartamentos lleno de gente que no despertaría. Pero no había sido así. Había sobrevivido.

—Bien —le dijo Sara a la mujer del teléfono—。 Lo que necesite.

Unas semanas más tarde, poco después de las diez de la ma?ana, el teléfono de Sara sonó con un número desconocido.

Estaba en la cocina echando kumquats a un sirope sencillo que estaba preparando. El encargado le había pedido que creara un cóctel para la carta veraniega y llevaba días probando nuevas recetas, tratando de acertar.

—?Eres Sara Foster? —preguntó una mujer.

—Sí —contestó ella, emocionada.

—Me llamo Leah Stevenson. Soy la trabajadora social asignada al caso de tu hermano.

Sara apagó los fogones.

—?Se encuentra bien?

—Sí, él está bien. Su padre (?es el tuyo también?) fue arrestado ayer. ?Spencer me ha dicho que tienes más de veintiún a?os?

—Tengo veintidós —puntualizó ella—。 Tengo mi propio apartamento. Simplemente dígame adónde ir.

—?Estás dispuesta y eres capaz de hacerte cargo de él?

—Sí —afirmó Sara. Notó que se le formaba un sollozo e intentó reprimirlo—。 Sí, estoy dispuesta y soy capaz —insistió de nuevo.

—?Cuándo puedes recogerlo?

—?Dónde está ahora?

—En Guerneville.

—Tengo que hacer unas llamadas y cambiar los turnos en el trabajo.

—Averigua lo que sea necesario y avísame. Lo tenemos asignado a una familia de acogida, es una familia muy agradable con la que llevo a?os trabajado. Está en buenas manos.

—También tengo que buscar una cama y algunas cosas para el piso.

—Sí, pero quiero que sepas que puede que no sea por mucho tiempo. La audiencia de tu padre será en tres semanas. Sabremos más después de eso.

Pero Sara ya estaba agarrando las llaves y saliendo del apartamento. Dejó que el sirope se enfriara en la cocina.

Pasaba junto a una tienda japonesa de futones y colchones todos los días de camino al trabajo. Al suyo lo había comprado allí. Le compraría algo para dormir a Spencer, unas sábanas y una manta bonita. Era verano, así que no necesitaría más.

—Puedo recogerlo ma?ana —aseguró mientras bajaba las escaleras.

—?Podrás quedarte en el área?

—?En su área?

—Intentamos que todo sea lo más consistente posible.

Se paró en la acera delante de su apartamento. No podía hablar. Sintió abatimiento, recordó que había jurado no volver nunca. Tenía una casa limpia, ordenada y llena de comida. Sabía que cabía una cama en el comedor, ya lo había medido una vez durante un periodo de a?oranza particularmente duro. Lo quería allí con ella. No quería volver para quedarse.

—Te entenderemos si no puedes conseguir tanto tiempo libre —a?adió Leah—。 Actualmente tiene vacaciones de verano, por lo que no sería demasiado disruptivo.

Sara exhaló y se dirigió a la tienda de futones.

—Trabajo en un restaurante —explicó—。 No puedo permitirme estar fuera mucho tiempo. Espero que no pase nada.

—Por supuesto —contestó Leah—。 No debería pasar nada.

Se marchó a las cuatro de la ma?ana del día siguiente. Con un termo lleno de café, un melocotón y dos dulces del restaurante: uno para él y uno para ella. Había agonizado intentando elegir. Cinco a?os. Ya no lo conocía. Había acabado con un croissant de chocolate y un rollito de canela. Dejaría que él escogiera. O le daría los dos.

Nunca había conducido hacia el norte. Una vez fuera de Los ángeles, atravesó las monta?as, descendió a la carretera plana por la que conduciría durante los próximos seiscientos kilómetros y vio la se?al de la parada de descanso en la que ella y Grant habían pasado unos días. Sintió el poder de su propio coche, su cartera llena de efectivo y el dinero de su cuenta bancaria, que no era mucho pero era suficiente para pagar la reparación de un coche o un billete de tren, y para sacarla de cualquier apuro. Pasó a toda velocidad por la salida.

Al acercarse al río Ruso, el pavor se instaló en su estómago. Tenía la fantasía de mantener el motor en marcha, tocar el claxon, que Spencer saliera de la casa de acogida y que subiera directamente al asiento del copiloto. Y entonces se alejarían los dos juntos a toda velocidad.

Por supuesto, a pesar de eso, apagó el motor del coche. Cruzó la puerta principal y llamó. La madre adoptiva la recibió en una sala de estar con una estantería llena de juguetes para los ni?os más peque?os y de rompecabezas y libros para los mayores.

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