Y ahí estaba Spencer, sentado en una silla. Era su hermano y a la vez no lo era. Se levantó en cuanto la vio.
Le pareció imposible lo largas que se habían vuelto sus extremidades. El acné le cubría la barbilla. Todos los rasgos de su rostro habían cambiado.
—Te veo diferente —dijo Spencer con su nueva y grave voz, y Sara se dio cuenta de que era cierto para ambos.
De nueve a quince.
De dieciséis a veintidós.
Al principio, hablaban de vez en cuando por teléfono. Sara siempre se aseguraba de tener su número actual. Pero a medida que habían pasado los a?os, cada vez la llamaba menos. Una ma?ana, Sara había llamado a casa esperando poder hablar con él antes de que se marchara a la escuela, pero había respondido su padre. Se había quedado paralizada ante el sonido de su voz. No había dicho nada. Solo había respirado.
—?Sara? —había preguntado él. Ella había colgado el teléfono.
Fue la última vez que llamó.
—A ti también te veo diferente —le contestó a Spencer.
él le sonrió.
—Sí, supongo que sí.
La madre de acogida desapareció y los dejó solos, y Sara se sintió agradecida de que no hubiera nadie presenciado su incómoda reunión. En sus fantasías, no dudaban. Corrían el uno hacia el otro como si no hubieran pasado los a?os.
Lo intentó, abrió los brazos y Spencer se acercó a ella.
Se abrazaron y se soltaron rápidamente.
—Mírate —dijo Sara poniéndole la mano en la mejilla. él se sonrojó sin poder mirarla a los ojos.
?La recordaría él como ella lo recordaba? ?Recordaría que le había suplicado que se fuera con ella y él le había dicho que no?
La madre de acogida volvió con la mochila de Spencer; poco después llegó Leah, que le hizo a Sara preguntas de una lista y comprobó su identificación. Sara firmó unos papeles y luego los dos hermanos fueron libres de irse.
—?Tienes hambre? —preguntó Sara cuando subieron al coche—。 Podemos parar a comer en Sebastopol si quieres. A mí me apetece un café.
Encendió el motor y Spencer miró el reloj del salpicadero.
—Solo son las once —replicó.
—Tenemos un largo viaje por delante.
—?Nos vamos ya? Si acabas de llegar.
—Ma?ana trabajo.
—Vaya, vale. —El chico se giró hacia la ventana y Sara se permitió observarlo mejor. Los anchos hombros que se escondían bajo la fina camiseta. Los huesos de la mandíbula apretados. Nunca hacía eso de peque?o—。 Al menos quiero ir a recoger algunas cosas de la casa primero —a?adió.
Estaban a tres kilómetros del río. No quería cruzar el puente, pero lo haría por su hermano.
—Claro —aceptó.
Incluso después de tanto tiempo, sabía por dónde girar. Apenas había tenido que pensarlo. El silencio que había entre los dos la presionaba mientras conducía.
—?Quieres que ponga la radio? —preguntó.
—No sirve de nada.
—Ah, claro. —Se oía ruido en todas las emisoras.
Y ahí lo tenía. El río. Habría cerrado los ojos si hubiera podido. En lugar de eso, contuvo el aliento hasta que lo hubo atravesado. Pero, incluso después de eso, cuando giró a la izquierda en River Road y pasó por debajo de los arcos que daban la bienvenida a la ciudad, le resultó difícil respirar. Intentó no mirar por la ventanilla, fijarse solo en la carretera que tenía delante, en la línea amarilla que la dividía. Pronto estaría al otro lado y se alejarían.
Salió de la carretera principal para adentrarse en su calle con un nudo en la garganta y el pulso acelerado. Redujo la velocidad del coche en la esquina. Sigue hacia adelante, se dijo a sí misma. No hacía falta que entrara, ni siquiera que mirara. Pero, en la distancia, apareció en su campo de visión el buzón que había junto a la propiedad. De un color rojo brillante que contrastaba con las hojas verdes, como había sido durante toda su vida. Detuvo el coche dos casas antes. Apagó el motor.
Spencer inclinó la cabeza.
—Lo siento —se disculpó Sara—。 Es que… —Habló tan bajo que él apenas pudo oírla.
Spencer abrió la puerta.
—No tardaré —le aseguró y ella asintió.
Con los ojos cerrados y los pu?os apretados, esperó en el coche bajo la sombra de las secuoyas hasta que él volvió.
Pararon a comer en Sebastopol tal como Sara había planeado, y pudo notar cómo estaba cambiando el pueblo. Se sentía en casa en el restaurante que había elegido y se alegró cuando los ubicaron en una mesa soleada junto a la ventana.
—Dime si tienes alguna pregunta —dijo mirando la carta—。 Trabajo en un restaurante muy parecido a este.
Spencer asintió pero dejó la carta sobre la mesa después de haberle echado un vistazo.
—Puedes pedir por los dos. No tengo ni idea de qué es nada de esto.
—?Quieres que te lo diga?
—No hace falta —respondió él sacando un móvil del bolsillo.
—?Es tuyo? —preguntó Sara. Intentó mantener la voz calmada. ?Tenía móvil y no le había dado su número?
Pero Spencer negó con la cabeza.
—Es de papá —explicó—。 Me lo dejó.
—Ah. ?Lo arrestaron en casa?
—Sí.
Cuando la camarera apareció Sara pidió humus y crudités, una tabla de charcutería y frittata. Le preguntó a Spencer si quería algo para beber.
—Coca-Cola —contestó.
—No tenemos Coca-Cola, pero puedo ofrecerte un refresco casero de grosella. O té helado.
—Agua, entonces —dijo Spencer.
—Para mí también, agua.
La camarera asintió y recogió las cartas.
—?Por qué te lo dejó? —inquirió Sara—。 No te habrá pedido que hicieras algo por él, ?verdad?
—Quería que pudiera llamar a la gente.
Sara asintió.
—Vale.
Sintió a su padre allí, entre ellos. Quería recordarle a Spencer todo lo que ella había hecho por él mientras comían. Tuvo que esforzarse para no preguntarle si recordaba cómo le preparaba huevos revueltos todas las ma?anas y cómo le quitaba la parte verde de las fresas.
Veía a su hermano en destellos, en alguna expresión, pero no en ese rostro tan estrecho, a pesar de que su nueva cara le resultaba familiar a su modo. ?Cuántas horas había pasado en línea solo para poder verlo? Entraba todas las noches para verificar si había fotos nuevas, para saber cómo estaba creciendo. Ampliaba la imagen todo lo que podía y observaba cada píxel.