—Ah —había comprendido Mindy—。 Entiendo.
Entonces se había puesto manos a la obra. Las palabras serían peque?as, no más grandes de lo que eran en el papel, y las letras serían imperfectas, como habían sido escritas. Mindy le había limpiado el antebrazo con alcohol. Sara se había acomodado en la silla reclinable con el corazón acelerado, preparada para que la aguja le marcara la piel. Había agradecido el sonido de la máquina al encenderse, el zumbido que emitía.
—?Lista? —había preguntado Mindy.
—Sí —había respondido Sara.
Dolía tal como ella lo había deseado. No terriblemente, pero lo suficiente. Había cerrado los ojos y había recordado el desayuno. Había llevado a Spencer a un sitio que sabía que le gustaba, a un restaurante. Habían elegido un reservado junto a la ventana, para poder contemplar la ma?ana. Las palmeras se mecían con la brisa. Las palomas picoteaban las sobras que habían caído en la acera. Había apartado a una esquina de su plato los dos últimos trozos de bacon que le quedaban, un regalo para su hermanito, que ya tenía quince a?os y no era ningún bebé. Y que, al fin y al cabo, no era suyo.
Había abierto los ojos. Había visto la sangre sobre su piel. La tinta negra. Tres nombres.
—Voy a repasar un poco más estas letras —había informado Mindy—。 Quiero que queden perfectas.
—Gracias —había murmurado Sara y había vuelto a cerrar los ojos, satisfecha de que todavía no hubiera terminado.
Dos a?os después, el tatuaje le era tan familiar como cualquier otra parte de su cuerpo. Era la encargada de la barra en Odessa, un nuevo restaurante de Venice, donde preparaba bebidas para celebridades, cineastas y un flujo constante de gente glamurosa. Sus recetas aparecían en las revistas junto con fotografías de ella en las que mostraba un indicio de sonrisa desde el otro lado de la barra del bar. Era conocida por sus cócteles, siropes y shrubs, por los cubitos de hielo del tama?o de un pu?o y por sus extravagantes pero discretos aderezos. Una ramita de granos de pimienta rosa. Cáscara de naranja caramelizada. Jengibre confitado con páprika. Rechazaba oferta tras oferta de propietarios de restaurantes de Los ángeles que querían llevársela, pero no había ninguno tan persistente como Jacob Lowell.
El Yerba Buena.
Cada vez que la llamaba y usaba el nombre del restaurante ante ella, sentía que el pasado se elevaba a su alrededor. Sentía su juventud, la ligereza de su cuerpo en el agua del río, su boca contra la de Annie, la oscuridad del armario de su habitación, aquella ma?ana en la colina cuando el sol le calentaba la piel, y Vivian había arrancado una ramita y se la había puesto en la mano.
—Disé?anos una carta. No hace falta que trabajes para mí. Simplemente hazme una lista de bebidas increíbles y ensé?ale a mi personal cómo prepararlas.
—No, gracias —decía una y otra vez. Hasta que, finalmente, dijo que sí.
Empezó con el dise?o de la carta como siempre, visitando el espacio. Jacob la dejó entrar un lunes, el día que cerraba el restaurante. Empezó a decirle lo que tenía en mente, pero ella lo cortó.
—Necesito pasar un tiempo aquí. Sentarme en las mesas. Explorar un poco. Entonces podremos hablar.
Jacob levantó las manos y sonrió.
—Es justo —aceptó—。 Te lo dejo a ti.
Necesitaba hacer algo más que simplemente explorar, pero no le gustaba explicarlo. Incluso con los periodistas gastronómicos que la visitaban, sus comentarios eran breves. No divulgaba que necesitaba estar sola, en silencio, en el lugar. Que observaba cómo se movía la luz y pensaba en el color. Que el grado de dulzura podía venir determinado por el sonido de sus pisadas sobre el suelo mientras daba vueltas por el espacio. O del arte que colgaba de las paredes, o de la forma y el tama?o de las ventanas.
El Yerba Buena era espectacular, no podía negarlo. El yeso en varias tonalidades, blanco suave en una pared y melocotón en otro. Los arcos, las alcobas y las viejas ventanas con marcos negros. El suave cuero tostado de los reservados. Las palmeras en macetas al entrar, como una versión de ensue?o de Los ángeles. Y los arreglos llenos de flores que no había visto antes. Algunas perfectamente simétricas, del color de las ciruelas. Otras blancas, con pétalos que salían disparados en todas las direcciones como fuegos artificiales. Tantos tonos de rosa y de verde. Florecitas con intrincados patrones, capullos a punto de estallar. Ramos desbordándose como jardines. Los rodeó todos lentamente. Volvió para admirar de nuevo su belleza. Nunca había visto combinaciones de flores como esas.
Había una peque?a barra justo a la derecha de la entrada, con suficientes sillas para acomodar a los comensales cuyas mesas todavía no estuvieran preparadas o que hubieran terminado de comer y no quisieran marcharse. Los mosaicos eran de un profundo color rojo que contrastaba con los tonos claros de los comedores principales. Cardamomo, pensó. Podía notar el sabor, sabía que estaba en lo cierto. Al final del espacio, donde convergían los comedores, había un vestíbulo amplio y curvado que no podía ver adónde daba. Se abrió paso entre las mesas, se volvió a detener en las flores, llegó hasta el vestíbulo y lo vio.
Otra barra, más larga y recta. Un mostrador de mármol blanco con adornos de vidrio soplado colgados sobre él, como una fila de peque?os soles. Más palmeras, más flores. Se sintió mareada, alejada del tiempo. Sintió que había tropezado con una vida diferente.
—?Sacando ideas? —preguntó Jacob desde el vestíbulo. No sabía cuánto tiempo llevaba allí; quería que se marchara, que la dejara a solas. Pero también supo, al darse la vuelta para responderle, que algún día aceptaría su oferta de empleo. Que se forjaría su casa tras esa barra.
Azahar.
Lima.
Humo.
Cereza.
—Sí —respondió echando otro vistazo a las flores—。 Es lo que hago. Me gustaría poder usar la cocina.
—Por supuesto.
Le mostró los sacos de azúcar, los cítricos y las especias.
—?Semillas de cardamomo? —preguntó Sara.
—Me gusta por dónde vas —comentó él ofreciéndole un pu?ado.
Después de aquel lunes en el Yerba Buena, Sara preparó lote tras lote de sus siropes simples, perfeccionando las proporciones de cada ingrediente. Preparó shrub de cereza, probó mezcales para encontrar el grado adecuado de humo. Eligió un amaro y un Green Chartreuse. Preparó agua de azahar y dise?ó aderezos. Una tarde, antes de que abriera el restaurante, les presentó la carta a Jacob, a Megan y al jefe de cocina; les habló acerca de cada cóctel antes de dejar que los probaran. Sabía que ese era su mejor trabajo.
Así que cuando llegó aquella ma?ana para formar al personal del bar, se sentía segura. Estaba satisfecha. Y luego había visto a Emilie, primero de espaldas a Sara (con el cabello oscuro y ondulado cayéndole por los omóplatos, poniéndose de puntillas para colocar un largo helecho en un jarrón), y se había quedado sin aliento.