Luego Sara echó dos chorritos de una peque?a botella de bíter. Abrió la tapa de un frasco plateado y tomó una pizca de lo que contenía. Volvió a remover. Y luego, con un cuchillo diminuto que puso peligrosamente cerca de su pulgar, cortó una lámina perfecta de cáscara de naranja y la echó en el vaso. Colocó la bebida delante de Emilie, la miró a los ojos y le sonrió. Emilie era consciente de lo cerca que tenía los dedos de Sara, podría haber rozado el pecho de Emilie si se hubiera acercado un solo centímetro más.
Entonces Sara se fue al rincón más alejado de la barra para atender a otra persona y Emilie se sintió sola sin ella. Pero tenía la bebida, su regalo, así que se la llevó a los labios y bebió. Era intensa. No se sintió decepcionada. De algún modo, cada vez que volvía a probarla, sabía diferente. A té negro, a cereza o a clavo. Fue difícil no terminársela demasiado rápido; le quedaban al menos un par de horas, tenía que mantener el ritmo. Al mismo tiempo, se preguntó si Sara volvería hacia ella si vaciaba el vaso. La vio flotar de un cliente a otro, sin analizar demasiado la barra, intuyendo de algún modo quién podía necesitarla. Cuando a Emilie le quedaba media bebida, la pareja que estaba a su lado se marchó y llegó una nueva. Tendrían más o menos su edad e iban vestidos con traje tras haberse pasado el día en la oficina. él llevaba una corbata a rayas y ella usaba medias de red. Emilie tomó un sorbo. Esa vez le supo a anís estrellado. Sara pasó junto a ella para entregarles la carta a los recién llegados. La anticipación por su regreso era casi excesiva.
—?Les preparo un par de copas? —preguntó Sara a la pareja. Emilie podía notar la electricidad que había entre ellas y sabía que Sara también la estaba captando.
Los vecinos de Emilie en la barra eran muy habladores y le hicieron preguntas a Sara que Emilie se alegró de escuchar. Se enteró de que la ginebra favorita de Sara era la Old Town, de que era de un pueblo del norte, más al norte que el área de la Bahía de San Francisco, pero no dijo el nombre del pueblo, y Emilie se sintió abrumada por la necesidad de conocerla por completo. Mantuvo la cabeza gacha y tomó otro sorbo. Entonces las manos de Sara aparecieron en el borde de su vaso.
—Me gustaría prepararte otro, pero no quiero que te emborraches.
Se había acercado tanto a ella que nadie más podía escuchar lo que se decían. Emilie se mordió el labio.
Esta noche, pensó.
—Aunque… —continuó Sara—。 Me queda al menos otra hora aquí. ?Uno más?
Ya estaba decidido. Sara lo había entendido.
—Claro —aceptó Emilie—。 Otro más.
Megan se fue una hora antes de cerrar, seguida por los camareros, uno por uno, a medida que sus mesas se iban vaciando. Y cuando los últimos pedidos de postres fueron satisfechos, los chefs arrojaron sus delantales a la pila de la ropa sucia y cenaron la comida que habían preparado para sí mismos. Luego se marcharon también y solo quedaron los friegaplatos, la camarera a la que le tocaba cerrar, Emilie y Sara, y una mesa con un grupo de amigos en un rincón que ya habían pagado la cuenta pero que no querían dar la noche por terminada.
—Vivo a pocas manzanas de aquí —dijo Sara, y Emilie asintió y caminó con ella, sin que le importara tener que dejar el coche atrás.
La calle estaba en silencio y no hablaron. Escucharon sus pasos sobre la acera, la alarma de un coche lejano, su respiración… En la intersección entre Sunset y Marmont, Sara, sin pensarlo, tomó a Emilie de la mano. Sus dedos se entrelazaron. La luz cambió.
Cruzaron y siguieron caminando por sinuosas manzanas, hasta atravesar por fin un arco cubierto de hiedra que conducía a un patio con una fuente en el centro.
—Por aquí —indicó Sara, y Emilie la siguió por un tramo de escaleras hasta un espacioso comedor que daba al patio. Sara encendió la luz.
Era un espacio sobrio y limpio, con una simple mesa de madera rodeada por sillas. Había un sofá cerca de la ventana.
—?Te apetece tomar algo? —preguntó Sara quitándose la chaqueta.
Emilie pasó los dedos por los lomos de los libros. Tocó la manta que cubría el brazo del sofá; habría enterrado el rostro en ella si hubiera podido. Tenía un hambre voraz por saberlo todo acerca de Sara.
—?Me ense?as la casa? —preguntó.
Sara se sirvió un vaso de agua del grifo de la cocina. Se apoyó contra la pared del pasillo.
—No es gran cosa —le dijo—, pero te la ense?aré de todos modos.
Emilie la siguió hasta la cocina, fijándose en sus intrincados mosaicos y en sus originales lámparas de estilo art déco. Le llamó la atención el patrón de madera con incrustaciones que recorría el pasillo. Se paró en la entrada de la primera habitación que vio a oscuras, con una cama doble y un escritorio peque?o.
—?Vive alguien contigo?
—Mi hermano —respondió Sara—。 Pero solo a veces. últimamente menos. —Emilie esperó para ver si decía algo más—。 Tiene dieciocho a?os y está enamorado.
Emilie sonrió.
Pasaron por un corto pasillo, sobre el suelo de baldosas rosas del cuarto de ba?o hasta la puerta que había al extremo.
Sara la abrió y Emilie encendió la luz. Quería verlo todo.
Una estancia casi vacía. Una cama a medio hacer con sábanas frescas y un edredón blanco sobre una plataforma de madera baja. Había camisetas y vaqueros doblados en una silla, en la esquina. Una bandera de California, vieja, hecha jirones y con alfileres en los bordes, era la única decoración. Había una pila de libros junto a la cama y Emilie le soltó la mano a Sara para averiguar sobre otras partes de ella. Había un pu?ado de novelas, una colección de ensayos de James Baldwin y libros de poesía de Adrienne Rich. Y luego vio Claroscuro, de Nella Larsen. Lo tomó en un impulso y lo abrió al azar, en cualquier página.
—Me encanta este libro —comentó.
—A mí también —coincidió Sara.
—No conozco a mucha gente que lo haya leído.
Sara se sentó en el borde de la cama.
—Empecé a trabajar en restaurantes cuando tenía dieciséis a?os —explicó—。 No he ido a la universidad ni nada, pero quería aprender por mí misma. Durante un tiempo, miré las listas de lectura de las clases de la UCLA de cada semestre. Así lo descubrí.
—?De qué clase era este?
—De Mujeres del Renacimiento de Harlem.
—Sería una buena lista.
Sara asintió.
—Y bien, ?es un factor decisivo para ti?
—?A qué te refieres con ?factor decisivo??
—A que no haya ido a la universidad.