Mientras Sara removía, saboreaba y garabateaba notas sobre las proporciones, a menudo pensaba en las flores. En lo cautivada que se había sentido por ellas, en lo mucho que la habían asombrado. Cuanto más de cerca miraba, más colores y texturas veía. Se había hecho eco de esa complejidad con sus sabores. Nada era simple, nada era familiar. Si las flores hubieran sido diferentes, tal vez Sara no habría dise?ado esa carta.
Y ahí estaba la persona que las arreglaba. La tenía ante ella, perdida en su trabajo.
También estaba llegando el personal de la barra.
El jefe de los camareros pasó junto a Sara sin saludarla. A ella no le sorprendió su desaire; al fin y al cabo, había reemplazado su carta. él dejó el casco de la bici en una mesa cerca de la parte delantera.
—Ahí es donde se sientan Jacob y Emilie por las ma?anas —le dijo Megan—。 Vamos a la parte de atrás.
Por supuesto, pensó Sara. Jacob tenía que sentarse todas las ma?anas con una mujer que no era su esposa. Había visto a Lia algunas veces, le había servido cócteles en Odessa.
—En realidad, podemos ir directamente a la barra —sugirió. No quería malgastar el tiempo de nadie. Estaba preparada para mezclar, servir y formarlos—。 Voy a repasar todo lo que hay allí.
Pasó junto a la mujer que arreglaba las flores y se dio cuenta de que la estaba mirando. Sara deseó que todavía estuviera allí cuando terminaran la formación.
Y allí estaba.
De pie frente a la mesa extendiendo los helechos, de nuevo inmersa en su trabajo. Las hojas tenían la misma forma y el color que conocía de hacía tanto tiempo, como si esa chica los hubiera sacado del bosque de la infancia de Sara mientras se dirigía al trabajo.
Sara los ansiaba. Quería tocarlos, le preguntó si podía hacerlo y ella le concedió permiso.
Los helechos con ese brillo y esos bordes rizados… había pasado tanto tiempo.
Se volvió hacia la mujer. Intercambiaron sus nombres y Emilie extendió la mano.
Se saludaron con un apretón y Sara la deseó más. Se dio cuenta del rubor de Emilie (era innegable) y supo que podía conseguir algo más de ella. Pero entonces recordó lo que había dicho Megan cuando habían llegado.
?Ah?, comprendió Sara. ?La Emilie que se sienta con Jacob?.
?Había malinterpretado su rubor? ?El modo en el que Emilie la miraba? Tal vez no, pero daba igual. Los labios de Emilie eran rosados y suaves; Sara se imaginó apoyando la mejilla en la palma de su mano, acercando su rostro al de ella para besarlo. Pero lo había dejado estar. Emilie parecía incómoda, cohibida, y Sara no quería que se sintiera de ese modo.
?No pasa nada, lo entiendo?, le dijo.
Sara se llevó una mujer a casa aquella noche, algo que pocas veces hacía, aunque le llovían las ofertas sin cesar desde que trabajaba en la barra. Tenía práctica para ser bastante amigable, para el rechazo amable o para el ?no? tajante cuando era necesario. Pero esa fantasía (la de poner la mano en la mejilla de Emilie y acercarla a ella) no dejaría descansar a Sara. Así que, cuando una mujer se quedó hasta tarde, pasada la hora en la que se fueron sus amigos, pasada la hora en la que se fueron todos los demás, Sara se rindió. Se acostaron en el sofá de la peque?a sala de estar de Sara. La mujer se acercó rápidamente y Sara sintió un arrebato de ternura por ella. (?Se llamaba Christa o Christine? Había mucho jaleo en la barra cuando se lo había dicho)。 Pero pronto el vacío se apoderó de ella. Ese inevitable sentimiento. La razón por la que ninguna relación le duraba mucho.
Se tumbó sobre su espada, con los ojos cerrados, aceptando el contacto con una extra?a. Su cuerpo respondió, pero tenía la mandíbula tensa.
Cuando finalmente aceptó la oferta de trabajo de Jacob de convertirse en la jefa de coctelería del Yerba Buena, al principio de su primer día oficial de trabajo cortó una abundante ramita de menta de la cocina. En la tranquilidad de la ma?ana, bajo la hilera de colgantes de vidrio dorados y con la luz del sol brillando sobre la barra de mármol, preparó un Yerba Buena. Chartreuse Verde y Ginebra Old Tom, lima, jarabe simple y bíter de cereza. A?adió la ramita de menta como aderezo.
Bebió un sorbo. Comprendió que era lo que la bebida había necesitado todo ese tiempo. No habría estado completa nunca sin ella. No bebía nunca té de menta, nunca usaba la menta como ingrediente. Pero ahora que serviría esa bebida todas las noches, que la prepararía ella misma, necesitaba que estuviera bien.
Tomó otro sorbo. La inundó el brillo de las hojas, el toque herbal amargo y dulce.
Bien, pensó mientras vertía el resto de la bebida en el desagüe y volvía a la cocina a por un ramillete de menta para tenerlo detrás de la barra. Estaba bien que algo tan curativo tuviera también un toque de desamor. Caminó por el restaurante vacío y observó las flores. Ahora eran diferentes. Más simples. Ya no las arreglaba Emilie.
—La verdad es que no sé qué pasó —respondió Megan cuando Sara le preguntó—。 Una ma?ana estaba aquí y luego no volvió más. Supongo que tiene que ver con Jacob… ya sabes.
Sara asintió y Megan pasó a su siguiente tarea. Siempre estaba concentrada, siempre era discreta. Sara la respetaba por eso.
Se sintió decepcionada, pero al razonar pensó que tal vez sería más fácil no sentirse atraída por la mujer con la que se acostaba su jefe.
Y ahora Emilie estaba ahí, en su cama.
Con las ondas que formaba su cabello oscuro sobre su blanca almohada.
Estaba ahí. Desconocida y conocida a la vez. Desnuda, dormida, con las mantas alejadas de su cuerpo. Sara observó el ascenso y el descenso del cuerpo de Emilie debido a la respiración. No podía dormir, pero no le importaba estar despierta así, con Emilie a su lado. Finalmente, Sara había besado los labios de Emilie, tras haber esperado más de un a?o. La había hecho retroceder lentamente hasta la pared del dormitorio, la había inmovilizado contra ella y se había arrodillado.
Bajar por el cuerpo de Emilie la trajo de vuelta al suelo del bosque. Volvía a tener catorce a?os, todo era nuevo. Ese sentimiento la desarmó e hizo que cayera en medio del recuerdo. Podía notar la tierra y las hojas bajo las rodillas. Y todavía quería más, deseaba más de Emilie. Sus manos encontraron las caderas de la joven, la acercó aún más. Y cuando Emilie hizo que Sara se volviera a poner en pie, la besó intensamente y la condujo a la cama. Cuando Emilie le quitó la camisa por la cabeza, le bajó los pantalones y la tocó, la mente de Sara estaba tranquila.
Sintió el sol sobre su piel, aunque la habitación estaba a oscuras. La brisa a través de las ramas cuando el cabezal de la cama golpeaba contra la pared. Sábanas blancas y musgo. Una almohada. Helechos.