—No —repuso Emilie—。 No lo es.
—No puedo explicarlo.
—No es necesario que lo hagas.
—Mi padre, la noche antes de que encontraran a Annie, me hizo un dibujo de ella. Yo todavía creía que podríamos encontrarla. No me había rendido. Pero la dibujó muerta en el río.
Observó el rostro de Emilie, su incomprensión, su confusión.
—Espera, no lo entiendo. ?Dibujó su cadáver?
Sara asintió.
—Es algo que nunca he entendido. ?Por qué haría algo así?
—?Se lo preguntaste?
Los tablones del suelo no eran suficientes; los sentía bajo sus pies, pero todo lo que podía ver era el dibujo que su padre le había dejado sobre la mesa. Se cubrió los ojos y presionó con las palmas hasta que le dolió. Los abrió cuando la presión fue demasiada.
Un colchón sobre el suelo. Una cómoda. Lomos de libros verdes. Un candelabro de techo. Un fragmento de cielo oscuro entre las cortinas.
Estaba ahí, en la habitación de Emilie, en casa de Emilie.
—No —respondió—。 Nunca se lo pregunté.
Se hizo de día. Tenía que volver.
Pero todavía no. Ahí tenía a Emilie a su lado, bajo el cálido sol. Emilie estirándose, despertándose. El corazón de Sara se aceleró (una desesperación que la asustó), el pánico de necesitar algo sin saber qué es.
Emilie abrió los ojos, tocó el rostro de Sara, y Sara lo supo.
—Vuelvo en un minuto —susurró Emilie y salió de la habitación.
En su ausencia, Sara vio lo que pasaría.
?Llévame contigo?, le pediría Emilie, y Sara esperaría mientras Emilie hacía la maleta.
Spencer estaría levantado y listo para irse cuando llegaran a West Hollywood. Llenarían el coche de Sara con sus mochilas y sus maletas, y emprenderían el camino. Pasarían un largo día los tres juntos en la carretera. Sería capaz de pasarse la vida haciéndolo (detenerse delante de la casa, andar por el camino hasta la puerta y entrar), siempre que Emilie estuviera con ella.
Todavía sería horrible, sí, pero lo soportaría.
Tenía el corazón calmado de nuevo. Qué bien se sentía al despertarse en la habitación de Emilie. Al saber que, la ma?ana siguiente, a ochocientos kilómetros de distancia de donde estaban, se despertaría de nuevo con Emilie.
Y ahí tenía a Emilie, apareciendo por la puerta con dos tazas de café. Emilie le había ofrecido tanto: su atención, su cuerpo, su dulzura, las alegrías cotidianas de la vida. Era tanto que Sara apenas podía comprenderlo.
Emilie le entregó a Sara su taza y se sentó en el colchón junto a ella. Sara estaba segura de que se iría con ella.
—?A qué hora te marchas? —preguntó Emilie.
—No lo sé. ?A última hora de la ma?ana?
Sara esperó que le dijera: ?Llévame contigo?.
Emilie se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y Sara notó que le temblaba la mano. No lo entendió, ?por qué temblaba?
Notó que se le contraía de nuevo el pecho. Se dijo a sí misma que todo iría bien.
—Puede que me vaya durante un tiempo. Tenemos que ver lo de la casa, averiguar qué haremos con todo. Prepararla para venderla…
Tomó un sorbo de café. Tragó.
Ahora, pensó Sara.
Pero solo hubo silencio.
—Me encantaría ayudarte —continuó Emilie—。 Como pueda. —Sara esperó. Había muchos modos en los que Emilie podría decirlo. Pero Emilie no la estaba mirando, había juntado las manos en su regazo—。 ?Puedo cuidar de tu apartamento? ?Necesitas que riegue las plantas?
—No. Eso no me hace falta. Mi vecino me lo debe.
—Vale —dijo Emilie, asintiendo. Sara oyó una ligereza forzada en su voz. Se había formado una arruga entre las cejas de Emilie. Sara quería alisarla, pero mantuvo las manos alrededor de la taza.
—Puedes venir conmigo si quieres.
No eran las palabras adecuadas, lo supo en cuanto las pronunció. Pero aun así, eran algo. Era todo lo que podía hacer.
—Ah —murmuró Emilie—。 Gracias. Pero no quiero entrometerme. Estarás allí con Spencer.
Los latidos acelerados de Sara dieron paso al vacío. Emilie estaba diciendo algo sobre prepararles comida para el viaje. Algo sobre que llamara en cuanto llegara.
—No hay cobertura allí. Y no sé si el teléfono funcionará.
—Vale —continuó Emilie—。 Pues no te preocupes por llamar.
Sara se estaba vistiendo, tenía por delante un largo trayecto hasta su casa, el umbral que se vería obligada a cruzar de nuevo, las cenizas de su padre, el río del que había salido el cuerpo y todavía la aterrorizaba.
Pronto estuvieron fuera en los escalones delanteros. Había cierta distancia en el rostro de Emilie que Sara no entendía. Sara la besó, tenía un sabor salado.
Le dolía demasiado. Sara se dio la vuelta. Recordó aquel día en el jardín, en el que les había hablado a Colette y a Emilie acerca de sus padres. Aquella vez había tenido que salir corriendo hacia el ba?o de la planta baja. Se había mojado la cara con agua fría y se había mirado largamente en el espejo para volver a sí misma. Esto era mucho peor.
Allí, ante ella, estaba la calle amplia. Más allá estaba el océano, azul y brillante. Solo tenía que dar un paso cada vez, llegar al primer escalón y después al segundo.
Ya estaba en la acera, con las llaves en la mano, la puerta del coche abierta y el motor en marcha.
Vio a Emilie por el retrovisor. Seguía allí. Seguía mirándola. Tal vez, todavía hubiera tiempo para que Sara se diera la vuelta. En algún momento de la última hora se había producido un malentendido, pero no sabía exactamente qué había sucedido. Le era imposible decir cómo recuperarse. El rostro de Emilie era imposible de leer. Tras ella, la casa se elevaba grandiosamente desde la calle. Había sido un regalo, cada vez que llegaba y todos los pájaros la saludaban al entrar. Había sido una alegría absoluta: besar a Emilie, abrazarla, andar descalzas sobre los tablones del suelo, compartir comidas, lavar los platos. Y ahora, al alejarse con el coche, todo era solitario (y horrible)。
Salieron de Los ángeles, condujeron por las monta?as, pasaron campos y se?ales pintadas a mano sobre Jesús y la sequía, y atravesaron el rancho de ganado con su horrible hedor. Pantanos. Huertos. Condujeron junto a camioneros, familias y gente sola que realizaba el viaje a través de la vasta extensión del centro de California.
Tras siete horas, Spencer levantó el móvil.
—No hay cobertura —comentó—。 Debemos de estar cerca de casa.