Ya había pasado bastante tiempo lamiéndose las heridas. Llamaría y pediría hablar con Sara. Quedarían para tomar un café o simplemente para hablar por teléfono. Lo que había pasado aquella noche seguramente habría sido un accidente, un error o un malentendido. Una conversación lo aclararía todo y, entonces, sin importar lo que ocurriera después entre ellas, al menos Emilie lo entendería.
Pulsó el botón de llamada.
—Buenas tardes, soy Richard del Yerba Buena. ?Qué puedo hacer por usted esta noche?
—Hola, Richard —lo saludó Emilie, aliviada por oír un nombre que no conocía—。 Llamo por Sara. ?Trabaja esta noche?
—?Sara Foster?
—Sí.
—Ya no trabaja aquí.
—Ah —murmuró Emilie—。 Lo siento. Gracias.
Colgó. Se frotó la cicatriz del pie.
Está bien, se dijo a sí misma, aunque se sentía incapaz de soportar el dolor.
Está bien.
Emilie compró la mansión de Ocean Avenue. Tenía cinco dormitorios, tres ba?os, dos salas de estar, una recepción, un estudio y una cochera. Había también una cocina con una estufa antigua y un comedor con una hilera de ventanas que daban a las extensas enredaderas de moras, una palmera caída y un arce moribundo. Estaba en tan mal estado que la describían como ?especial para contratistas? y no la mostraban al púbico en general.
Randy, Ulan y Emilie pasaron tres horas examinando los cimientos, las grietas en el yeso, las ca?erías y el techo. Necesitaría un sistema eléctrico y un sistema de fontanería totalmente nuevos, que le reemplazaran las tejas, y ser atornillada en los cimientos en caso de terremoto.
Por suerte los cimientos eran sólidos excepto por algunas grietas, lo esperable en un edificio de esa antigüedad. Había capas de pintura pelándose y papel de pared estropeado, pero ese era un problema conocido. Los suelos de madera estaban rayados y manchados. Los ba?os habían sido reformados en los ochenta. Pero, en definitiva, la casa no estaba podrida. No se iba a derrumbar.
—?Estoy loca? —le preguntó Emilie a Ulan.
—Puedes hacerlo —respondió él.
Consiguió un préstamo de un contratista: cuatrocientos mil dólares a corto plazo y con intereses altos. El resto del dinero de la casa de Claire lo destinaría a la restauración y luego la vendería.
El dinero importaba, por supuesto, pero la emoción que recorría a Emilie provenía de los huesos del lugar, del proyecto que había ideado para él. De las columnas de madera tallada y los techos altos. De toda esa luz natural. De la gran escalera curva. Un montón de habitaciones: algunas amplias, otras peque?as y escondidas.
Ya podía visualizar en qué se convertiría.
Llamó a Alice y a Pablo, que se pasearon por los ambientes murmurando ?madre mía, madre mía?. Alice abrió la puerta del dormitorio principal, probó el balcón para asegurarse de que era estable y, juntos, los tres amigos salieron a disfrutar de las vistas al mar.
—Vas a sacar un montón de dinero —comentó Pablo.
—Quedará espectacular —opinó Alice.
—Lo sé —respondió Emilie—, lo sé.
Tenía pocas pertenencias; no había llegado a instalarse en casa de Claire, por lo que la mudanza terminó un par de horas después de haber empezado. Eligió una peque?a sección de la mansión para vivir, un dormitorio de la planta de arriba junto a un ba?o funcional. Colocaría su mesa redonda en un rincón del comedor en el que no pareciera ridículamente peque?a.
Todo aquello era temporal. Disfrutaría de la magnífica ruina de su casa mientras durara. La haría brillar. Y la soltaría.
Ulan y ella elaboraron los planos. Ahora él estaba oficialmente jubilado, pero su voz se animaba cuando se sentaban juntos a la mesa, bebiendo té y discutiendo todo lo que tenían que hacer.
—En toda mi vida nunca he trabajado en una casa como esta —afirmó.
Un mes después (cuando acabaron el trabajo de demostración y ya habían limpiado el polvo), Colette volvió a Los ángeles. Tenía el pelo aclarado por el sol y la piel más oscura. No llevaba maquillaje. Incluso su sonrisa había cambiado, ahora era más amplia.
Estaba radiante.
—Hola, hermana —la saludó desde la acera.
—Hola, hermana —respondió Emilie—, bienvenida a casa.
Bas llevó las cajas de Colette, una a una, hasta la mansión, al dormitorio que había elegido Colette en la planta baja. Emilie sabía que permitirse esperar que esa cercanía durara era un riesgo. Pero Colette la había elegido a ella por sobre los demás, aunque eso significara vivir en una casa cavernosa sin terminar, por lo que Emilie, a pesar de sus temores, estaba contenta.
Establecieron una especie de rutina, un modo de estar juntas. Colette se levantaba a las cinco de la ma?ana para revisar artículos para una revista online. Su amiga Rachel le había conseguido el trabajo y ella se cuidaba de hacerlo bien.
—El horario es horrible —había comentado Emilie.
—No tengo elección.
Emilie lo entendía. Colette era inteligente y comprometida, pero no tenía una educación formal ni experiencia laboral significativa. Así que, tras esa conversación, Emilie siempre apoyaba que su hermana se levantara pronto y fuera tan autoexigente. Cuando comenzaba su día, un par de horas después, lo primero que hacía era prepararle un café a Colette, y cuando esta terminaba su primer turno, paseaban juntas por el camino pavimentado junto a la playa.
Cuanto más explicaba Colette el lugar en el que había estado, menos lo comprendía Emilie. ?Era una secta? ?Un retiro? ?Un centro de terapias? ?Una comuna? Finalmente, decidió que no había palabras para describirlo. Simplemente, era lo que era.
Colette se había enamorado mientras estaba allí. Se llamaba Thom, ahora vivía en San Francisco, pero a veces iba de visita los fines de semana. Era una década mayor y tenía una hija de siete a?os llamada Josephine. Emilie se mostró escéptica al principio, pero empezó a gustarle a medida que pasaban los meses. Y Josephine le gustaba todavía más. Cuando iban los dos de visita, Emilie se aseguraba de guardar las herramientas eléctricas. Una vez, para darles a Colette y a Thom una tarde para ellos solos, Emilie se llevó a Josephine al acuario de Long Beach. Emilie observó cómo la ni?a acariciaba suavemente una estrella de mar con la yema del dedo índice.
Pronto podría ser su tía, pensó.
Emilie pulió las lámparas de latón originales y retocó la pintura de los medallones. Aplicó yeso nuevo en la cocina, donde no había valido la pena salvar ninguno de los armarios. Eligió azulejos de color verde oscuro para la pared, tan atrevidos y dramáticos que Ulan negó con la cabeza cuando los vio en las cajas.