Otra noche decidieron jugar al póquer y sugirió:
—?Robo de cinco cartas? —Todos estuvieron de acuerdo y él agregó—: Dave y Jimmy me ense?aron cuando te marchaste. ?Te he contado alguna vez que teníamos noches de póquer? Empezaron cuando tenía unos doce a?os.
Sara negó con la cabeza.
—No, creo que no me lo contaste.
Emilie la observó esperando algo más, deseando que dijera algo, y pensó en la primera vez que se vieron y Sara le preguntó si podía tocar el helecho. ?Crecían en mi lugar de origen?, le había dicho. Se preguntó si alguna vez confiaría en ella como para contarle más.
Pasaron las semanas y se acercó el cumplea?os de Sara.
—Quiero organizarte una fiesta —anunció Emilie—。 Sé que apenas tenemos muebles, pero nos las apa?aremos. ?Te parece bien?
—Sí —respondió Sara—。 Claro que me parece bien.
El día antes de la fiesta, Colette y Emilie se sentaron juntas en el comedor con los montones de libros de cocina familiares.
Emilie sabía cuál quería. Era un peque?o libro de bolsillo blanco. Sencillo. Sin fotografías, solo recetas. Se mantenía abierto fácilmente por la página correcta.
—Podemos seguir la receta simplemente, ?no? —le preguntó Emilie a Colette—。 No será un problema que ninguna de las dos sepa cocinar, ?no?
Sus rodillas se tocaban mientras pasaban las páginas. La receta ocupaba cinco páginas del libro.
—Creo que podemos hacerlo.
Emilie pasó el dedo por la larga lista de ingredientes y observó las cuidadas notas que llenaban los márgenes con la letra de su padre.
—Bueno —a?adió encogiéndose de hombros—。 Más allá de cómo salga, Sara sabrá que lo hemos intentado.
—E incluso si es mediocre, sus amigos se verán obligados a respetarlo. Es la comida de nuestra gente.
Emilie rio, pero pensó que tenía razón. ?Cómo echo de menos tu gumbo en la cocina. Cómo echo de menos todos los momentos contigo?, había escrito su abuelo. ?Y cuántas fiestas habían pasado sus padres en la cocina picando y removiendo hasta que la casa olía a hierbas y a cangrejo? ?Hasta que servían el oscuro guiso sobre el arroz y llevaban los platos a la mesa?
—?En qué estaban pensando al darnos todo esto? —preguntó Emilie se?alando los libros—。 ?Solo porque vayan a divorciarse no van a volver a hacer gumbo, scones o jambalaya nunca más?
—Lo sé —coincidió Colette—。 Es de locos.
Recorrieron los pasillos de los supermercados para comprar todo lo que necesitaban, y revisaron la lista dos o tres veces. Bas fue más tarde para ayudarlas a preparar la cantidad necesaria. Pelaron las gambas, sacaron la carne de cangrejo de las cáscaras. A continuación tocaba ocuparse de los muslos de pollo crudos y de las salchichas andouille.
—Cortadlo en trozos peque?os, para que quepan bien en una cucharada y en la boca de vuestros invitados —les indicó.
—Es exactamente lo que escribiste en el margen —dijo Colette.
—?Qué quieres que te diga? Soy consistente.
Emilie lo vio moviéndose por la cocina, con un delantal y más delgado de lo que solía estar. Su mismo padre con una vida nueva. Recordó cómo se había sentido cuando la había dejado en casa de Claire con las paredes derrumbadas. Cómo se habían abrazado, cómo el sol se había aburrido de ella después de que él se marchara. Todavía le dolía, pero intentó dejarlo estar. Ahora estaba ahí, con ella.
Juntaron las proteínas en un recipiente, lo taparon y lo metieron en la nevera. Echaron las cáscaras y los huesos en una olla grande con agua, y la dejaron hervir a fuego lento junto con pieles de zanahoria, verduras y cebolla.
A la ma?ana siguiente, Emilie y Colette prepararon café y tostadas, y se pusieron directamente manos a la obra. Les llevó una hora simplemente preparar los ingredientes. Picar el apio, la cebolla, los pimientos morrones y el ajo. Mezclar las especias en la proporción adecuada. Quemaron el primer lote de roux.
—?Deberíamos usarlo de todos modos? —preguntó Emilie.
—Le enviaré un mensaje a papá —dijo Colette. Un momento después a?adió—: Dice que ni se nos ocurra.
Así que echaron la harina ennegrecida y especiada de la olla a la basura, y volvieron a empezar. Con la temperatura más baja, Emilie lo revolvió con tanta frecuencia que tardó una eternidad en dorarse lo suficiente. Pero cuando lo hizo, el aroma llenó la habitación y supieron que estaba bien. Colette lo vertió en un bol y lo dejó a un lado.
—Hora de la Santísima Trinidad —leyó Emilie—。 Esta parte es fácil. Solo tenemos que mezclar el apio, la cebolla y los pimientos.
Cocinaron las proteínas por lotes. Doraron la trinidad en la misma sartén, asegurándose de que quedara suficiente aceite de la carne. De vez en cuando raspaban el borde, como había dejado indicado Bas en los márgenes. Mezclaron el resto de las especias y bajaron la temperatura. Emilie abrió una lata de tomate triturado y Colette trajo el cuenco con el roux. Alternaron cucharadas de tomate y roux, y mezclaron todo hasta que se formó una pasta.
Emilie encendió el fuego y llevó a ebullición el caldo en una olla. Colette a?adió poco a poco la pasta que habían preparado mientras Emilie batía. Cuando la pasta estuvo mezclada, bajaron el fuego y le pusieron la tapa.
—Ahora tenemos que dejar que hierva a fuego lento durante veinte minutos —indicó Colette.
—De acuerdo —respondió Emilie—。 Pongamos la mesa.
El comedor era su estancia preferida de la casa. Un lado estaba cubierto por las ventanas originales que daban al jardín (había mucha corriente, pero eran demasiado bonitas como para quitarlas)。 Tenía puertas francesas que se abrían y Emilie había encontrado un candelabro de techo en el rastro de Pasadena, que ahora colgaba majestuosamente en el centro.
Debajo del candelabro había dos largas mesas plegables y una hilera de sillas de madera también plegables, de una empresa de eventos que le debía un favor a Alice.
Emilie planchó los manteles de lino. Colette colocó los salvamanteles individuales y las servilletas alternando entre azul, rosa y verde. Alinearon las finas velas (verde oscuro, el color favorito de Sara) y prepararon la mesa para once comensales.
Tenían platos y cubiertos a juego, también de la empresa de eventos, y copas de vino.
Había sitio para Sara y para Spencer. Para Emilie, Alice, Pablo y Colette. Y para cinco amigos de Sara, de los cuales Emilie solo conocía a un par.
El cronómetro sonó y volvieron a la cocina. Agregaron el pollo, las salchichas y las gambas a la olla, y dejaron que hirviera todo. Bajaron el fuego y agregaron las ostras y el cangrejo.
Emilie limpió las sobras de la cocina y los cuencos usados, y se giró para ver a Colette removiendo, con el pie derecho descansado sobre la pantorrilla izquierda, al igual que en aquella Navidad en casa de sus padres. Le parecía que había sido mucho tiempo atrás, que se habían ido todos muy lejos.