—Vamos a darnos una ducha —sugirió Colette—。 Luego volvemos y lo probamos.
Emilie se lavó el pelo bajo la corriente de agua caliente en su ba?o con azulejos nuevos. Se depiló las piernas. Cerró el grifo y se untó crema por la piel. Se puso unos vaqueros y una camiseta, y volvió a la cocina.
Allí estaba Colette, esperándola mientras hojeaba el libro de cocina. Emilie tenía el presentimiento de que el libro podría tener respuestas para ellas, como si fuera algo más que una simple colección de recetas. Tal vez un manual de la existencia. Instrucciones paso a paso sobre cómo moverse por el mundo. Colette pasó otra página.
—?Piensas alguna vez en el hecho de ser criolla? —preguntó Emilie—。 ?Alguna vez se te pasa por la cabeza?
—A veces —respondió Colette.
—Escribí un montón de redacciones sobre eso. En la universidad. Estaba intentando descubrir qué significa. Cómo encajo.
—Quiero leerlas. ?Puedo?
Emilie negó con la cabeza.
—Encontré una pila de trabajos cuando me mudé del estudio, eran muy reveladores. Me sentí avergonzada de mí misma con un simple vistazo. Tuve que tirarlos.
—Ah —murmuró Colette con el ce?o fruncido—。 Pero estabas aprendiendo.
Emilie se encogió de hombros, pero la compasión de su hermana la había desarmado. Quizá tendría que ser más amable consigo misma.
Pensó en Colette la noche en que ella y Alice la invitaron a?os atrás. Qué diferente podría haber sido todo si su conversación no hubiera dado ese giro. Si Emilie no hubiera sido condescendiente, si Colette no se hubiera puesto a la defensiva. Tal vez Emilie le habría mostrado a Colette las redacciones a medida que las iba escribiendo. Tal vez se hubieran quedado despiertas hasta tarde, sumidas en largas conversaciones sobre su identidad.
—?Recuerdas cuando éramos peque?as e íbamos a esas fiestas con nuestros primos, y bailábamos la segunda línea? —preguntó Emilie.
Colette se apoyó contra el mostrador, nostálgica.
—Y las tías con sus sombrillas.
—La abuela me contó que en los bailes criollos de Nueva Orleans había seguratas que revisaban las mu?ecas de los ni?os. Si eran demasiado oscuras, no los dejaban entrar.
—Joder, eso es muy retorcido —opinó Colette—。 No tiene sentido. Se mudaron aquí porque ellos eran los discriminados.
—Lo sé.
Colette negó con la cabeza.
—Ahora ya nadie baila la segunda línea —agregó Colette—。 Ya no queda ninguna de las tías. He intentado aprenderme las historias, pero se ha perdido mucho.
—No obstante, tenemos esto —dijo Colette se?alando la olla con la cabeza—。 ?Lista?
—Nerviosa. Pero sí, vale. Lista.
Hundieron las cucharas en la olla, soplaron para enfriar el contenido y se las metieron en la boca.
—Dios mío —murmuró Colette.
Emilie negó con la cabeza.
—?Cómo hemos podido hacer esto nosotras?
—?Es gumbo! —exclamó Colette.
Ambas se quedaron mirando la olla.
—De verdad creía que era algo mágico —comentó Emilie—。 ?Es raro que me ponga triste? Sabe casi igual.
—No —respondió Colette—。 No es raro.
—No habrá más fiestas de Navidad —a?adió Emilie.
—Pero podemos organizar nosotras la nuestra.
Emilie asintió. Tal vez pudieran.
Se prepararon unos bocadillos y salieron al jardín para tomárselos. Se sentaron juntas en silencio bajo la sombra de la amplia y agachada palmera.
Una hora antes de la llegada de los invitados, Colette empezó a preparar el arroz mientras Emilie sacaba botellas de vino tinto y copas y metía las botellas de San Pellegrino en un cubo con hielo. Montó tablas de aceitunas, queso, miel y frutas, una para el centro de la mesa prestada y otra para su peque?a mesa redonda del rincón. Emilie subió por las escaleras a su habitación y Colette a la suya. Un poco más tarde, en la planta baja, se pararon frente a frente. Las dos llevaban vestidos y los labios pintados. Colette se había recogido el pelo en un mo?o y el de Emilie le caía sobre los hombros.
—Estás muy guapa —la elogió Colette.
—Tú también.
Colette encendió velas por toda la casa mientras Emilie elegía los álbumes que iban a reproducir. Puso ?Where Did Our Love Go?, de The Supremes, en el reproductor deseando que la fiesta empezara con algo alegre. The Temptations para los aperitivos, Joni Mitchell para cenar. Uno de los amigos de Sara llevaba la tarta. Seleccionaría la música para el postre después, dependiendo de si en ese momento el ambiente de la fiesta se había tornado bullicioso o íntimo.
—Listo —anunció Colette, dejando la caja de cerillas en el mostrador de la cocina.
—Vale —contestó Emilie bajando la aguja del tocadiscos—。 Creo que estamos preparadas.
Y cruzaron el salón, la sala de estar y el recibidor para atravesar las pesadas puertas de los escalones de entrada y esperar a sus invitados.
Un par de horas más tarde, Colette repartía cuencos de arroz mientras Emilie servía el gumbo en ellos y Pablo iba y volvía al comedor. Sara entró en la cocina.
—Solo quiero hacer una cosa rápida —le aseguró sacando frascos y vasos de una bolsa que había traído. Justo cuando estuvieron servidas las últimas raciones de gumbo, Sara colocó una copa amplia delante de Colette, y otras dos delante de su amigo Erik y de Spencer.
—?Qué es esto? —preguntó Erik.
—Tendréis que darme vuestra opinión. Shrub de pomelo, tónica, sirope de romero… Estoy expandiendo mi lista de mocktails.
—?Tu qué? —preguntó Spencer.
Colette rio.
—Su lista de cócteles sin alcohol.
—Ah, pero ?de qué sirve un cóctel si no tiene alcohol? Sabes que yo bebo, ?verdad?
—Sí —respondió Sara—, pero todavía eres menor de edad. Y te voy a decir de qué sirve (hay una buena historia detrás), pero primero tengo que probar esto.
Se elevaron murmullos de satisfacción alrededor de la mesa.
—Sois increíbles, vosotras dos —comentó Alice—。 Sabe exactamente igual que el de Bas.
Emilie tomó su primera cucharada con arroz y lo notó todavía más delicioso que lo poco que había probado un rato antes.
—Buen trabajo, hermana —le dijo a Colette.
—Lo mismo digo.
Emilie observó a Sara desde su sitio al otro lado de la mesa. Observó su boca mientras probaba la cucharada de gumbo con los ojos cerrados. Observó su mano mientras tomaba la copa de vino y bebía un sorbo.
La mesa estaba tranquila, todos esperaban a que Sara empezara.
—La mayoría de vosotros sabéis que me marché de casa cuando era muy joven. Tenía dieciséis a?os y vine a Los ángeles con un chico llamado Grant. No lo conocía cuando nos marchamos, pero cuando llegamos aquí éramos amigos —declaró Sara. Spencer había estado comiendo vorazmente, pero en ese momento dejó la cuchara—。 No conocíamos a nadie aquí. No teníamos dinero. Encontramos un refugio en Venice, donde nos acogieron y nos consiguieron trabajo. El mío era en un restaurante. La mujer que me formó me pidió que me quedara con el piso que había alquilado. Y cuando acepté, sacó una botella de Lillet de la nevera y dos copas talladas. Cortó cáscara de limón y todo. Brindamos. Bebimos. Me voló la mente.