?Lárgate de aquí?, le había dicho en un momento, así que Sara se había metido en el ba?o, donde los sonidos que emitían Eugene y Grant llegaban amortiguados, y finalmente había salido a la terraza, donde no podía escucharlos en absoluto.
Pero más que eso (peor que eso) había sido la confusión de Spencer, el timbre de su bicicleta, cómo le había dolido tener que dejarlo atrás. ?Qué había hecho?
Se sintió mareada mientras encendía el motor.
Una vez que estuvo en la Interestatal 5, nada le resultó familiar. Se había ido de casa y sentía que también podría marcharse de su cuerpo, fuera lo que fuere lo que eso significara. Seguramente, cuando llegaran a Los ángeles se sentiría como una persona totalmente nueva. Grant no dijo una palabra durante muchos kilómetros. Se hizo de noche. El agotamiento se apoderó de ella y parpadeó rápidamente para mantenerse despierta. Necesitaba que condujera Grant. Creyó que el chico estaba durmiendo, pero escuchó algo, se dio la vuelta y lo vio en medio de la oscuridad. Se cubría el rostro con las manos y estaba temblando.
Estaba llorando, lo que significaba que estaba despierto.
—Grant —le dijo—。 Necesito un descanso.
él no respondió, así que Sara siguió conduciendo. Se sentó más recta. Abrió bien los ojos. Intentó encontrar una buena emisora, pero solo se oía ruido. Estaban en medio de la nada.
Cuando se detuvo en la siguiente salida, Grant lloraba tan fuerte que ni siquiera miró por la ventana como para ver por qué se habían detenido, de la gravilla que había bajo las ruedas, o de que se hubiera abierto y cerrado la puerta del conductor.
El empleado del motel le pidió a Sara la identificación.
—Me han robado la cartera —se excusó ella.
Comprendió que ahora su vida sería así hasta que cumpliera los dieciocho. No a?adió más detalles, solo lo miró a los ojos y esperó.
El empleado la observó.
—No puedo dejar que os quedéis sin identificación —dijo finalmente.
—?Cuánto vale una habitación? —preguntó Sara como si no lo hubiera oído.
—Setenta y nueve dólares.
Sacó el dinero de Eugene del bolsillo y lo contó. Se lo entregó al empleado y este suspiró.
—Vale —aceptó.
Así de fácil.
Grant seguía llorando. Sara abrió la puerta del copiloto y se inclinó sobre él para desabrocharle el cinturón. No tenía palabras de consuelo para el chico. Pronunciarlas la desgarraría también a ella. Pero la habitación era para él. Sara podría haber parado en cualquier parte, tumbarse en el asiento trasero y dormir hasta que pudiera volver a conducir.
—Entremos —le indicó—。 Vamos a darnos una ducha.
Lo dejó pasar primero. Tardó mucho. Cuando por fin salió, Sara sentía que le picaba todo; se sentía cubierta por la saliva de Eugene, incluso en los lugares en los que él no la había tocado. Se sobresaltó por la sombra de alguien que pasó por fuera de la habitación. El débil sonido de las risas enlatadas de un televisor en la habitación de al lado hizo que se estremeciera.
En la ducha se frotó con ganas; el agua caliente le dejó la piel rosada. Cada parte de ella que podía lavarse estaba limpia ahora.
Salió envuelta en una toalla.
—?Deberíamos dormir aquí esta noche? —preguntó Grant.
—Para eso hemos pagado —espetó Sara—。 Así que sí, supongo que deberíamos. —Se sentó en la cama.
—Vale —contestó él.
La manta tenía un hilo suelto. Sara agarró el extremo y tiró de él.
—He lavado la ropa en la ducha, no estoy intentando nada raro.
Grant atravesó la habitación para abrir su bolsa de viaje, buscó una camiseta limpia y se la dio.
—Gracias —dijo ella poniéndosela por la cabeza. Miró hacia abajo y vio la imagen de Mickey Mouse con un ramo de flores rojas—。 ?Y esta camiseta?
—Me la trajo mi prima de Disneyland —explicó él—。 Fue un regalo.
Ella abrió los ojos de par en par y estuvo a punto de reírse. Apagó el interruptor y se durmieron.
El motel había sido un error. No lo habían notado por la ma?ana cuando se despertaron ni cuando se gastaron cuatro dólares en sándwiches de huevo y una taza de café para compartir. Pero poco después del mediodía necesitaron gasolina.
—?Ya? —preguntó Sara intentando hacer cálculos. Era demasiado pronto para que se les hubiera vuelto a acabar.
—Sí, pero vamos bien. Nos quedaban treinta en Forestville y solo hemos gastado cinco más.
—No —lo contradijo Sara.
—Ah, vale. —Se quedaron en silencio mientras se acercaban al surtidor. Grant apagó el motor y se volvió hacia ella—。 ?Cuánto ha costado la habitación?
—Ochenta. —Grant la miró, boquiabierto—。 Estaba demasiado cansada para seguir. Te pedí ayuda pero no me hiciste caso.
Sabía que habría sido un desastre que condujera cualquiera de los dos. Creía que lo estaba haciendo por él, pero se equivocaba. Los dos lo necesitaban.
—De acuerdo —contestó él—。 Tal vez si no ponemos el aire acondicionado… Y si intentamos conducir en punto muerto todo lo que podamos.
—Tal vez.
Pero les costó treinta y cinco dólares llenar el depósito, y durante los siguientes trescientos kilómetros vieron que el combustible se agotaba demasiado rápido. Cuando se quedaron sin gasolina, estaban en la base de una cadena monta?osa que separaba el valle central de Los ángeles. Sara se dio cuenta entonces de que, de todos modos, Los ángeles no significaba nada. No tenían adónde ir ni siquiera cuando llegaran allí, ni dinero para cuidar de sí mismos.
Grant salió de la autopista y aparcó en la calle.
—Me muero de hambre, joder. Hace una semana que no como algo de verdad. Ni siquiera sé si comprar gasolina o comida. De todos modos, tampoco tendremos suficiente para llegar a Los ángeles…
Sara miró por la ventana. Una calle principal. Dos gasolineras. Un motel. Un restaurante. Una larga cola de semirremolques.
—Vamos a por comida —declaró—。 Quiero un plato lleno de algo.
Trasladaron el coche hasta el aparcamiento del restaurante para que Grant pudiera dejar sus cosas dentro mientras comían. Eligieron un reservado junto a la ventana y se sentaron. Les entregaron la carta y pidieron café. La comodidad. La normalidad de la situación. Tal vez Sara no supiera cómo iban a pagar o qué les pasaría después, si lograrían cruzar las monta?as o qué les esperaba si lo hacían. Pero podía comer huevos, patatas fritas y tortitas con mantequilla y sirope. Podía tomarse una taza de café que se rellenaba constantemente.