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Yerba Buena(12)

Author:Nina Lacour

—No eres asqueroso.

—?De dónde lo conocías?

Sara tomó el vaso de papel de las manos de Grant y bebió. La calentó y se sintió agradecida por su fragancia, que cubría su olor corporal luego de haber estado tanto tiempo en un espacio cerrado.

—Es amigo de mi padre —respondió ella—。 Me conoce de toda la vida.

—Vaya. Lo siento.

—Es… bueno, da igual —agregó intentado no pensar en cuando tomaba a Spencer de la mano mientras iban de camino al río, o en cuando se sentaba en la alfombra peluda y su madre le acariciaba el pelo—。 Son todos unos hijos de puta. Eso ya lo sabía. —El sol entraba a raudales por las ventanillas, la ma?ana resplandecía y pronto tendría que marcharse al hotel—。 De todos modos, no creo que nadie sepa lo que están haciendo realmente.

—Gracias —dijo Grant.

—Y es probable que la próxima vez sea muy especial —a?adió—。 Para ti.

Se apoyó contra la puerta del coche y lo evaluó. El pelo que le caía sobre los ojos, el modo en el que inclinaba la cabeza a un lado para ver mejor. Tenía los pómulos altos y una bonita mandíbula. El trocito de diente que le faltaba era sorprendente y dulce. La fanfarronería que había mostrado en la tumbona con su revista volvería pronto, algún día, y encandilaría a montones de chicos. Tal vez solo hicieran falta una hilera de palmeras y la brisa marina para que recuperara su antigua sonrisa.

—?Por qué Los ángeles? —preguntó Sara, y en cuanto lo hizo se dio cuenta de que podría haberse equivocado. Era posible que conociera a gente allí. Tal vez tuvieran un sofá en el que dormir, o al menos una comida caliente.

—Quiero ser actor —declaró.

Ella asintió, intentando disimular su decepción.

—Vale —contestó Sara—。 Voy a empezar mi turno. —A pesar de eso, no se movió.

—Sabes que no hace falta. No de este modo. Puedes simplemente limpiar las habitaciones. Puedo decírselo yo a esa mujer de tu parte, si quieres. Puedo cancelarlo por ti y podemos irnos. Tal vez logremos llegar con quince dólares.

Ella miró hacia la sierra a través de la ventanilla. Parecía infinita.

—No, está bien. Puedo hacerlo.

Pasó por la oficina principal para recoger las llaves.

—Has vuelto —comentó Bruce.

—Aquí estoy.

Cargó los suministros y arrastró el contenedor de sábanas escaleras arriba, antes de hacer lo mismo con la basura. Llamó a la primera puerta. Esperó. No hubo respuesta. Entró y se movió rápidamente, como le había dicho Vivian. No limpió tan bien como lo hacía en el Vista, ni siquiera tan bien como el día anterior. Solo lo suficiente como para no perder el trabajo antes de que acabara la semana. Con cada habitación que terminaba empeoraban sus temores, hasta que empezaron a temblarle las manos y pensó que podría vomitar en un inodoro mientras lo fregaba. ?Solo es gente?, le había dicho una vez Annie. ?Solo son cuerpos?. Recordó esas palabras para consolarse, pero le hicieron pensar en el propio cuerpo de Annie (desnuda sobre el suelo en el bosque, bajo la luz de las velas en la cama del Vista, siendo elevada desde el río), y supo que un cuerpo era más que eso.

A las diez y media ya solo le quedaba una de las habitaciones de la lista.

Respiraba con dificultad por el esfuerzo, por los viajes subiendo y bajando las escaleras para llevar las sábanas sucias a la lavandería y para vaciar las papeleras en el contenedor. Una hora y media antes, las once le habían parecido lejanas, pero ahora no dejaba de mirar el reloj, esperando que los minutos avanzaran y la sorprendieran. Y no podía sacarse a Annie de la cabeza, la manera en la que tocaba a Sara, cómo le introducía los dedos, como recorría con la lengua las medialunas que formaban sus pechos, allí donde se encontraban con sus costillas. Lo bien que se sentía. El mal que había hecho todo eso.

Sara colocó las sábanas bien estiradas sobre la cama. El motel estaba en silencio. Vivian y su primer desconocido estaban a media hora.

Se daría una larga ducha en el ba?o que acababa de limpiar. Un peque?o consuelo para combatir su creciente temor.

Mientras se desnudaba, se imaginó a Annie llegando a la base de las monta?as con su chaqueta vaquera, en la entrada de aquella habitación de motel de mierda y diciendo: ??Cómo puedes dejar que te toque alguien que no soy yo? Venga, vámonos?. Entonces Annie la agarraría del brazo y correrían escaleras abajo hasta el coche de Grant. Y los tres se marcharían a toda velocidad.

Sara abrió el agua y se metió en la ducha. Cerró los ojos y sintió el calor. Se lavó el pelo y se lo enjuagó. Cuando abrió de nuevo los ojos y miró hacia abajo, vio algo rojo en el agua.

Se puso la mano entre las piernas.

Ay.

Tenía tampones en la mochila. Abrirlos era algo tan familiar como volver a casa. Su cuerpo seguía siendo responsable, a pesar de todo lo que había salido mal. Y ahí estaba: la respuesta que había estado buscando. Y no había venido del cielo, de los camiones ni del horizonte. Escucharía más atentamente a partir de ese momento.

Se vistió rápidamente, se aseguró de que el ba?o estuviera limpio y devolvió los suministros a su sitio. Mientras Vivian seguramente estaría llamando a las puertas esperando a que Sara abriera alguna, esta le estaba exigiendo treinta dólares a Bruce, en lugar de los quince que le había dado el día anterior. Acordaron veinticinco y, con el efectivo en la mano, corrió varias manzanas hasta el Civic, pasando junto a las hileras de camiones, pasando junto a los desconocidos que, al fin y al cabo, seguirían siendo desconocidos para siempre. Grant había conseguido una caja de patatas fritas, frías pero apenas toqueteadas, y un paquete sin abrir de kétchup. Los tenía apoyados en el salpicadero para cuando ella volviera.

Sara llamó a la ventanilla mucho antes de lo esperado. él se enderezó y miró a través del cristal. Al verla, a Grant le dio un salto el corazón.

LA FLORISTERíA Y EL ESTUDIO

Emilie bajo el calor del verano de Los ángeles. Con vaqueros cortos, la piel de los muslos sobre la tela del asiento de su Toyota Tercel, llegando a casa de sus padres para almorzar. Y allí estaba la se?ora Santos, ocupándose de su jardín delantero y saludando.

—Te he echado de menos —dijo Emilie acercándose a ella.

Emilie había trabajado como recepcionista en el negocio inmobiliario de los Santos hasta el mes anterior. Había sido una tarde normal en la oficina. Acababa de volver a rellenar los portalápices con bolígrafos y clips cuando se hizo el silencio. Se volvió y vio al se?or y a la se?ora Santos junto con Randy, su hijo mayor, de pie en el área de recepción, con un pastel.

—?Feliz quinto aniversario! —había exclamado la se?ora Santos y todos habían vitoreado acercándose a ella.

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