The Seven Year Slip(100)



La echaba de menos cada día. La echaba de menos de un modo que aún no comprendía, de un modo que no descubriría hasta pasados muchos a?os. La echaba de menos con un profundo pesar, aunque no hubiera podido hacer nada. Nunca quiso que nadie viera el monstruo que llevaba en el hombro, así que lo escondió, y cuando por fin se la llevo de la mano, nos rompió el corazón.

Seguía rompiéndonos el corazón, a todos los que la conocíamos, una y otra y otra vez. Era el tipo de dolor que no existía para ser curado algún día con palabras bonitas y buenos recuerdos. Era el tipo de dolor que existía porque, en otro tiempo, ella también existía. Y llevé ese dolor, y ese amor, y ese terrible, terrible día, conmigo. Me sentí cómoda con ello. Caminé con él.

A veces la gente a la que querías te dejaba a medias.

A veces te dejaban sin despedirse.

Y, a veces, se quedaban en peque?as cosas. En el recuerdo de un musical. En el olor de su perfume. En el sonido de la lluvia, y en el ansia de aventura, y en el anhelo de ese espacio liminal entre una terminal de aeropuerto y la siguiente.

La odié por irse y la amé por quedarse todo el tiempo que pudo.

Y nunca le desearía este dolor a nadie.

Caminé por su apartamento una última vez, recordando todas las noches que pasé en su sofá, todas las ma?anas que me cocinó huevos, el esmalte de u?as en el marco de la puerta para marcar mi altura, los libros en su estudio. Pasé los dedos por los lomos llenos de caras que habíamos conocido e historias que habíamos oído.

De toda la gente, de todas las experiencias, de todos los recuerdos, que me amaron hasta hacerme existir.

Oí abrirse la puerta y salí de su estudio. ?Se le había olvidado algo a Iwan?

—Iwan, si te has vuelto a olvidar el cepillo de dientes… —Se me cortó la voz mientras miraba a la mujer en la puerta de la cocina, vestida con su ropa de viaje.

Dejó caer sus maletas, su cara se estiró en confusión, y finalmente asombro. Luego sonrió, brillante y cegadora, y extendió los brazos. Mi corazón se hinchó de pena, alegría y amor. Tanto amor por este fantasma mío.

Capítulo 39

Te conocí

Me senté en uno de los bancos frente a Van Gogh con una petaca de vino y tres de mis mejores amigas, y todas nos la pasamos, compartiendo sorbos, mientras me cantaban el cumplea?os feliz y me hacían regalos. Un libro romántico de Juliette: —?Es el último de Ann Nichols! Lo conseguí antes de tiempo, no se lo digas a nadie.

Y Drew y Fiona, me regalaron un elegante y precioso porta pasaportes.

—Porque deberías usarlo —dijo Fiona con una sonrisa.

Las abracé a todas, agradecida de tener amigas como ellas, que estaban a mi lado cuando no los necesitaba y corrían hacia mí cuando los necesitaba. Por lo general, todos celebrábamos los cumplea?os en nuestro local de vino y lloriqueos el miércoles que estuviera más cerrado —así es como celebrábamos los cumplea?os de todas—, pero ellas sabían que yo iría al Met el miércoles, ya que era mi cumplea?os y yo no era nada si no la hija rutinaria de mis padres, y me habían abordado en las escaleras, de forma totalmente inesperada. Pensé que no volvería a ver a Drew y Fiona hasta dentro de una semana, por lo menos, pero decidieron traer a Penelope, que dormía una siesta sorprendentemente feliz en la falda de Drew. Mi tía y yo solíamos visitar a Van Gogh antes de emprender nuestros viajes, pero este a?o no había viaje, aunque seguía siendo agradable ir y sentarse, como solía hacer en la universidad, y beber un poco de vino, y escuchar a mis amigas comentar las obras de arte como si alguno de nosotras supiera de lo que estaba hablando.

—Me gusta ese marco —dijo Juliette—。 Es muy… austero.

—Creo que es de caoba —se?aló Fiona, antes de que Penelope Grayson Torres hiciera un ruido que probablemente indicó a Fiona que algo iba mal, porque le quitó el bebé a Drew y dijo—: Necesito ir a buscar un ba?o. ?Drew?

—Creo que hay uno por aquí. Enseguida volvemos —a?adió Drew, levantándose con su mujer.

—Tómense su tiempo —respondí, y se marcharon por el pasillo. Juliette Agarró un mapa que había quedado abandonado en uno de los bancos y mencionó que hacía tiempo que no venía a este museo.

—Deberías ir a explorar. He estado aquí tantas veces que creo que me sé de memoria todas las placas —le contesté con naturalidad, y a ella le pareció una idea estupenda, porque se puso en marcha hacia el ala Sackler, dejándome a mi aire.

Por fin sola, en la tranquilidad rodeada de turistas, me acomodé en mi banco y miré a los Van Gogh, emparedados junto a otros pintores postimpresionistas de la época, Gauguin y Seurat. Aunque la gente intentaba no hacer ruido al moverse por la Galería 825, sus pasos eran ruidosos y arrastrados, y resonaban en el suelo de madera en espiga.

Cerré los ojos, exhalé un suspiro y eché de menos a mi tía.

Siempre decía que le encantaba la obra de Van Gogh, y quizá por eso a mí también me gustaba. Y sabiendo lo que yo sabía ahora, quizá también le gustaba la obra de Van Gogh por otras razones. Quizá le gustaba cómo creaba cosas sin conocer su propio valor. Tal vez le gustaba la idea de ser imperfecto, pero ser amado de todos modos. Tal vez sintió algún tipo de afinidad con un hombre que, durante toda su vida adulta, luchó contra sus propios monstruos en su cabeza. Las últimas palabras de Vincent van Gogh fueron, después de que su hermano lo consolara diciéndole que mejoraría de la herida de bala autoinfligida en el pecho: —La tristesse durera toujours.

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