The Seven Year Slip(18)
Me encontré caminando un poco más lejos de lo previsto, hasta el Museo Metropolitano de Arte. Siempre acababa aquí cuando estaba estresada o perdida. La intemporalidad de los retratos, los amplios y coloridos paisajes, la visión del mundo a través de unas gafas rayadas con pintura. Recorrí las galerías y en ese tiempo conseguí reunir un poco más de decoro. Y un plan. De vuelta, me tomé un macchiato en la cafetería italiana frente al Monroe, me lo bebí de un trago, lo tiré a la papelera que había fuera del edificio y regresé al último lugar en el que quería estar.
Capítulo 6
Segundas oportunidades
El camino desde el ascensor hasta el apartamento de mi tía en el cuarto piso se me hizo excepcionalmente largo y los nervios empezaron a crecer, como siempre que me acercaba a su puerta (?tu puerta? oía decir a Fiona)。 El pavor de entrar, mezclado con la incertidumbre de si volvería a ver a aquel desconocido, me retorcía el estómago. Realmente esperaba que se hubiera ido.
Me detuve en el B4, y la aldaba de la puerta me devolvió la mirada, la cabeza de león congelada para siempre en un medio grito, medio rugido.
—Bien, el plan es que si está ahí, lo persigas con el bate de béisbol que hay en el armario. Si se ha ido, bien hecho —murmuré mientras sacaba las llaves del bolso—。 No te asustes como antes. Respira.
De alguna manera eso sonaba mucho más fácil de lo que realmente era.
Me temblaban las manos al introducir la llave en la cerradura y girarla. No era una persona supersticiosa, pero las vacilaciones de mi cabeza —no estar aquí, estar aquí— sonaban sospechosamente como si estuviera arrancando pétalos de una margarita.
La puerta crujió al abrirse sobre unas bisagras oxidadas y asomé la cabeza al interior.
No oí a nadie…
Tal vez se había ido.
—?Hola? —llamé—。 ?Sr. Asesino?
Sin respuesta.
Aunque si fuera un asesino, ?respondería a que le llamaran así? Le estaba dando demasiadas vueltas. Entré y cerré la puerta tras de mí. El apartamento estaba tranquilo, la luz de la tarde proyectaba rayos dorados y anaranjados a través de las cortinas de tafetán del salón. Las motas de polvo bailaban a la luz del sol.
Puse el bolso en el taburete de debajo del mostrador y comprobé las habitaciones, pero él —y sus cosas— ya no estaban.
Mi alivio duró poco, sin embargo, cuando hice balance del apartamento. El calendario seguía marcando siete a?os atrás. Los retratos de la pared seguían allí, los que mi tía había quitado, regalado o destruido, y los que yo había guardado en el armario del pasillo. Su cama estaba en el dormitorio en vez de la mía, y sus libros seguían apilados desordenadamente en las estanterías de su estudio, aunque estaba segura de que ya había metido la mayoría en cajas.
Y luego estaba la nota, escrita en el reverso de un recibo con una letra larga y rasposa que no reconocí.
Perdón por la intromisión.
Le di la vuelta al recibo. La fecha era de hacía siete a?os, de una bodega de la esquina que desde entonces se había convertido en una boutique de muebles caros, de los que se encuentran en las remodelaciones ?farm-chic? con tablones de madera.
Mi pecho se contrajo de nuevo.
—No, no, no —supliqué. Las dos palomas estaban sentadas en el alféizar, apretadas contra el cristal como si quisieran estar dentro para ver el espectáculo. Parecían un poco alteradas por la ma?ana—。 No.
Las palomas arrullaron, escandalizadas.
Apreté la mandíbula. Aplasté el recibo entre las manos y lo arrojé de nuevo sobre el mostrador. Tomé mi bolso. Y salí del apartamento. La puerta se cerró de golpe tras de mí.
Entonces la volví a abrir y entré.
El recibo todavía estaba allí.
Me di la vuelta. Salí del apartamento.
Y volví a entrar a empujones.
Seguía ahí en el mostrador.
—Puedo hacer esto todo el día —le dije al apartamento, y luego quise darme una patada por hablar con un lugar inanimado.
Parecía que estaba hablando con mi tía. Ella sería la clase de persona que me gastaría esta broma. Siempre habíamos discutido, aunque yo la quería. Decía que me hacía los lazos demasiado apretados, que llevaba una vida demasiado ordenada, como mis padres.
Me gustaban los planes. Me gustaba ce?irme a ellos. Me gustaba saber qué iba a pasar y cuándo iba a pasar.
Así que sí, esto sería exactamente lo que haría mi tía.
En mi sexto reingreso, vi el recibo arrugado y a las palomas mirándome como si fuera una tonta, giré sobre mis talones.
Y me encontré cara a cara con el desconocido.
—Oh —dijo, sorprendido, con sus pálidos ojos muy abiertos—, ya has vuelto.
Me eché hacia atrás, levantando el bolso.
—Juro por Dios…
—Todavía me voy —a?adió con cautela, levantando las manos en se?al de rendición—, pero se me ha olvidado el cepillo de dientes, la verdad.