Llegó a la mitad del lago y se detuvo en su lugar favorito. Contempló los juncos y los peces que brillaban bajo el agua. Tal vez su familia tuviera razón al haberle hecho pasar un mal rato. Quizá se equivocara al continuar como lo había hecho. Pero ahora ya era demasiado tarde, ya se había inscrito en las clases. Anhelaba tener la vida de un pez. Entraban y salían nadando por entre los juncos. Todo era color, movimiento y vacío.
Condujo el resto del camino para volver a su casa, subió las escaleras hasta su apartamento tipo estudio y abrió la única ventana que no había sido tapiada con pintura. Esperaba notar una brisa. Se sentó en la cama y miró hacia afuera. Sobre la acera llena de basura, el motel en ruinas y la hilera de casas y palmeras de la colina de detrás, relucía el cielo azul con una sola nube blanca.
Tenía que buscar algo para cenar.
Abrió la nevera. Encontró medio paquete de huevos, un bote de kétchup y un tarro de mermelada; un zumo que había caducado el día anterior y un bote de café helado. Fue a un puesto de burritos, a un par de manzanas. Agarró el bolso, sacó el móvil y vio que tenía un mensaje. Era de Meredith.
?Por qué posponer algo bueno?
Llamó a su amiga Alice, que siempre le contestaba, a pesar de que tenía un trabajo de verdad como estilista para fotógrafos y cineastas y de que ignoraba a todos los demás.
—Tengo buenas noticias —anunció Emilie.
—Mientras no tenga nada que ver con Olivia…
Emilie oyó la música y las conversaciones de fondo, y se imaginó que Alice estaría en una de esas fiestas a las que siempre le pedían que fuera, o tal vez esperando a alguien para que se uniera a ella en la hora feliz en algún sitio.
—No es nada de Olivia —contestó Emilie. Se apartó el teléfono del oído para pedir el burrito y, luego, mientras elegía una mesa en el patio trasero cubierto de palmeras y colores brillantes, le dijo—: He conseguido trabajo en una floristería en Sunset y North Vermont. —Nunca habían hablado de la tienda, pero Emilie sabía que Alice se habría fijado en ella. Su amiga se movía por el mundo captando la belleza de las cosas.
—Es un sitio absurdamente precioso. ?Y volverás a hacer arreglos! Siempre se te ha dado muy bien.
—Gracias —respondió intentando tomarse el cumplido como lo que era (algo sencillo y verdadero), en lugar de sentirse mal por la posibilidad de retroceder, de tener veinticinco a?os y un trabajo con un salario mínimo, y no estar persiguiendo nada en realidad. Por no estar moviéndose hacia una vida más plena—。 Creo que será bueno. Al menos, por ahora.
Emilie pasó dos semanas practicando en la floristería antes de que su jefa la mandara por las ma?anas a los restaurantes, con el coche lleno de flores, hojas y ramas florecientes. Los martes iba a un sitio de sushi del centro, donde todo era blanco e impoluto. Los jueves por la ma?ana preparaba centros de mesa para un restaurante griego con azulejos azules, famoso por su chef de ochenta y dos a?os. Y dos ma?anas a la semana se ocupaba de las flores para el Yerba Buena.
El restaurante de Sunset y Selma era una institución en Los ángeles; había sido revitalizado en la última década por Jacob Lowell, un chef que se había labrado su reputación durante diez a?os en el French Laundry y por su paso por varios restaurantes emergentes después de haberse mudado a Los ángeles.
El restaurante que ocupaba anteriormente ese espacio era conocido por el bistec y el pato, su servicio formal y su arquitectura decadente. Tenía clientes fieles que llevaban una década siendo habituales y una multitud de turistas. Los techos eran abovedados, había reservados forrados en cuero, varios comedores, y tenía una estrella Michelin, aunque todos los a?os se rumoreaba que estaba a punto de perderla.
Con la ayuda de algunos inversores, Jacob Lowell compró el sitio y lo cerró durante seis meses. Cuando volvió a abrirlo, muchas de las paredes habían sido derribadas, y en las que quedaban se había aplicado yeso fresco de color blanco o melocotón pálido. Un nuevo letrero colgaba en la puerta, con grandes letras talladas en madera: Yerba Buena.
Relucientes dibujos habían reemplazado a los viejos cuadros. Los techos abovedados y los reservados forrados de cuero se mantuvieron, pero ahora había dos barras y dos grandes comedores, y el menú era irreconocible. Los comensales habituales se quejaron de que era demasiado ruidoso. Se resistían a la idea de sentarse con desconocidos en una de las mesas comunes. Pero la nueva clientela elogió el menú más ligero, las pastas artesanales, los delicados pescados, las ensaladas provenientes de granjas locales y el aire menos remilgado que impregnaba el local. Las camareras llevaban vestidos veraniegos, como si fueran ellas las que hubieran salido a cenar; el sumiller visitaba la mesa como un viejo amigo dispuesto a ponerte al día de lo que estaba bebiendo todo el mundo; los encargados del bar eran increíblemente atractivos y sonreían con sinceridad cuando hablaban contigo… Todos eran irresistibles.
Las ma?anas que le tocaba trabajar allí, Emilie se presentaba a las nueve, cuando el restaurante estaba deshabitado; era solo para ella y los dos chefs; oía el débil eco metálico de la música cada vez que abrían la puerta. Emilie pensaba que conocía bien el restaurante por todos los cumplea?os y aniversarios que había celebrado junto con su familia. Allí estaba su reservado preferido, en el centro de la pared del fondo. Sus padres se habían aprendido el número (el 48) y lo pedían cada vez que hacían una reserva. Pero ahora lo veía de un modo diferente, con la luz de la ma?ana entrando a raudales por las ventanas, con la calma y el silencio. Recogía los arreglos que había dejado en su última visita y envolvía las flores viejas en papel de periódico. Limpiaba los jarrones y las urnas, y esparcía los esquejes por la mesa comunitaria hasta que encontraba un lugar por el que empezar. Una rama o una flor. Un tema de color o una textura que la conmoviera. Le gustaba trabajar en varios arreglos a la vez. A veces se ponía auriculares, pero la mayor parte del tiempo disfrutaba del silencio, de los lejanos sonidos de la cocina, del susurro de las hojas y de sus pasos al rodear la mesa mientras elegía el próximo tallo.
Y luego estaban los pasos de Jacob a las diez y media, cuando la mayoría de las flores ya estaban en las urnas y no en la mesa.
—Buenos días —saludaba él.
—Buenos días —respondía ella.
Era muy generoso con sus cumplidos, tanto que Emilie empezó a preguntarse si sentiría un inusual y profundo aprecio por las flores. La forma en la que se demoraba, cómo se acercaba a ella y le preguntaba por los colores y los nombres… todo eso no podía ser por ella. Cuando se le acababan las preguntas, se dirigía a la cocina o volvía al comedor, pero se sentaba en un reservado apartado, que ella sabía que era su lugar habitual, y desayunaba sobre un montón de papeleo. Sentía su presencia por todo el restaurante mientras colocaba los jarrones y las urnas recién terminados en el lugar correspondiente, recogía las tijeras de la mesa comunitaria y las limpiaba, y juntaba los restos. Nunca sabía si decirle adiós (parecía muy absorto), pero cada vez que llegaba a la puerta y se giraba, él le levantaba la mano y ella le devolvía el saludo.