Randy había dejado el pastel de boniato morado brillante y coco blanco sobre el escritorio, uno de los platos filipinos que había comido mientras crecía en su casa.
—De ube —dijo Emilie—。 Mi preferido.
Pero le costó pronunciar esas palabras. ?Cinco a?os? Se suponía que iba a ser un trabajo de verano, algo para pagarse el alquiler entre el segundo y el tercer curso de la universidad. Miró fijamente las diminutas llamas de las cinco velas y se echó a llorar.
—Tranquila, tranquila —le dijo la se?ora Santos, mientras el se?or Santos fingía que lo llamaban y se encerraba en el despacho.
—Sabes que se le dan fatal las emociones —a?adió Randy—。 Pero lo entendemos.
—Estoy siendo una maleducada. Me habéis preparado un pastel. Habéis sido muy buenos conmigo.
Y era cierto que lo habían sido. Sus responsabilidades consistían en contestar el teléfono, preparar café y hablar con el se?or Santos sobre recetas y observación de aves (aunque Emilie ni cocinaba ni observaba aves) y, los mejores días, Pablo se pasaba y hacía girar la silla de Randy y la de ella, se mareaban y miraban el techo amarillento de la oficina como si fuera el cielo, maravillándose con las canciones que les gustaban o las películas que habían visto. A veces, Pablo le ense?aba fotos de sus últimos collages y dibujos en el ordenador de la oficina para que ella los criticara. A veces, el chico leía fragmentos de las redacciones de Emilie y todos le concedían su bendición para que imprimiera cada borrador, página tras página, a doble espacio.
—Impuestos deducibles —comentaba el se?or Santos extendiendo el brazo hacia la impresora como si le estuviera entregando un peque?o reino de papel y tinta.
Había sido muy fácil quedarse, dejar que pasaran los a?os. Había estado bien, pero su tiempo allí había terminado y la se?ora Santos le había dicho:
—Vamos a comer el pastel mientras decidimos qué harás a continuación.
Emilie había dejado de llorar, agradecida de que la entendieran.
Ahora, en su jardín, la se?ora Santos anunció:
—Colette ha llegado hace unos minutos. ?Tenéis comida familiar?
Emilie levantó la botella de zumo de naranja que le habían pedido que llevara, a modo de confirmación.
—?Cómo le va a tu hermana? —La misma pregunta que le habían hecho tantas veces a lo largo de los a?os.
Emilie se encogió de hombros.
—Con Colette nunca se sabe.
—Pobre ni?a.
—Ya es una mujer —le recordó Emilie—。 Tiene veintiocho.
—Todavía sois muy jóvenes. Pero sí, ahora es una mujer. Pobres de tus padres. Y tú también, Emilie. Es bueno descansar. Acaba los estudios. Siempre tendremos un sitio para ti en la oficina si necesitas hacer unas horas. A Randy le encanta la propiedad inmobiliaria…
—Demasiado papeleo. Háblame de estas flores. Son como las amapolas de California, pero de color rosa.
—Son un híbrido. ?No te gustan?
En casa de sus padres, dejó el zumo de naranja en la encimera y besó a su madre y a su padre en la mejilla. Ambos llevaban delantales a rayas. Lauren se estaba quitando con esmero el cabello de la cara mientras Bas se balanceaba con The Neville Brothers. La gofrera sacaba vapor y el bacon crujía. El café goteaba de la cafetera.
—?Así seremos nosotras algún día? —le susurró al oído Colette, que había aparecido detrás de ella—。 ?Siempre ancladas en la música de nuestra juventud?
Emilie acercó un poco más su cabeza y se emocionó por la atención que le brindaba su hermana.
—No me importaría. Siempre y cuando no llevemos delantales a juego con nuestras parejas.
Colette echó la cabeza hacia detrás y se rio, y Emilie se sintió inundada de amor y pesar. ?Cómo había podido olvidar lo mucho que se divertían cuando estaban juntas?
Sus barrios estaban uno junto al otro, pero a lo largo de los a?os se habían acostumbrado a evitarse a medias. A veces se encontraban en cafeterías o restaurantes.
?No sabía que vinieras por aquí?, decía una.
?Está a tres minutos de mi casa?, contestaba la otra.
Cuando estaban con amigos, los encontronazos eran más breves y más agradables. Pero cuando estaban solas, Emilie se sentía culpable por no llamarla más a menudo, por no comprobar cómo estaba Colette o si necesitaba algo. Una vez, haciendo cola en una cafetería, Emilie vio a Colette leyendo sola en una mesa, y se dio la vuelta y salió corriendo. Era demasiado difícil saber qué hacer. Sentarse en una mesa diferente habría sido reconocer su distancia. Podría haberse sentado en la silla vacía junto a Colette y leer a su lado, pero eso habría sido demasiado fingido. No eran ese tipo de hermanas. No tenían silencios cómodos y familiares. Hablaban por teléfono cuando era necesario, se hacían favores y se encontraban en reuniones familiares, pero no se sentían cómodas en presencia de la otra.
Al menos, no desde que eran adolescentes.
—Ayúdame a poner la mesa —dijo Colette.
Buscaron los manteles individuales azules con las servilletas a juego, la cubertería y los vasos, y los llevaron a la mesa de la terraza que habían ayudado a construir una década antes. Colette volvió a entrar y Emilie cerró los ojos y se quedó muy quieta, escuchando el océano. Solo estaba a cuatro manzanas, pero con el tráfico y toda la gente que había en medio, era fácil que se perdiera el sonido. Colette volvió con el agua con gas, el zumo de naranja y los saleros y pimenteros con forma de pájaros.
—?Vamos, todos! —exclamó Lauren, ahora sin delantal, al salir con una fuente de fruta.
—Nuestras preciosas ni?as —admiró Bas mientras seguía a su mujer con gofres y bacon—。 Contadnos todas las novedades.
Empezó Colette. Era tutora voluntaria donde trabajaba su amiga, una organización sin ánimo de lucro que se había creado en San Francisco y ahora tenía un centro en Los ángeles.
—Es una tienda muy divertida y todo tiene la temática de los viajes en el tiempo.
—No lo entiendo —confesó Lauren sirviendo el café.
—Es casi como una tienda de artículos de broma, pero lo que tienen es muy bueno. Aunque ni siquiera importa, las tutorías son en la trastienda. Voy un par de tardes a la semana cuando los ni?os salen de clase y los ayudo con los deberes.
—Siempre se te han dado bien los ni?os —a?adió Bas.
—Sí —confirmó Lauren—。 Suena perfecto para ti.
Emilie no recordaba haber visto a su hermana interactuando con un ni?o ni una sola vez. Pero era posible que se hubiera perdido algo. Era muy probable que se lo hubiera perdido. A pesar de que lo más lejos que se había mudado Emilie había sido de Long Beach a Echo Park, se las había arreglado para perder el contacto con su familia de vez en cuando. Los veía al cabo de unas semanas, cuando ya había una nueva historia entre los otros tres. Una cena o una visita a un museo, algo que no le habían contado, pero que tampoco le habían ocultado necesariamente.