Entonces, una ma?ana, tras un mes de estas preguntas y respuestas tentativas, él le dio los ?buenos días? habituales y pasó junto a ella para dirigirse a la cocina.
Era agosto y la mesa estaba adornada con dalias y peonías. Eran flores espesas y fragantes, lo suficiente como para que ella quedara embelesada, aunque él apenas las miró.
Emilie colocó tres peonías en un jarrón y agregó unas cuantas ramas para darle altura al conjunto. Dio un paso atrás para observar si quedaba bien. Entonces se volvió a abrir la puerta de la cocina y Jacob reapareció llevando dos platos.
—?Tienes hambre? —le preguntó.
Había gruesas rebanadas de pan caliente recién salido del horno, huevos de granja cortados por la mitad con yemas de un color naranja intenso, frutos rojos y mermelada.
—Sí —contestó ella—。 Me muero de hambre. —Y era cierto.
él volvió con una tetera y dos tazas de cerámica.
Eligió una nueva mesa para el desayuno, la que había justo frente a la mesa comunitaria llena de tallos cortados y suministros. Ahí se sentaba ahora las ma?anas en las que ella trabajaba.
Cuando Emilie terminaba, comían juntos. él llevaba pilas de papeles (recibos de las granjas de las que obtenían la carne y los vegetales, o copias de los horarios para aprobar) y ella sacaba un libro del bolso y lo revisaba para la clase que tenía más tarde.
Se sentaban como si sus ma?anas empezaran con un beso, con ella contándole el sue?o que había tenido la noche anterior desde la ducha mientras él se afeitaba en el lavabo. Como si hubieran discutido la agenda del día mientras conducían de camino al restaurante y ya supieran quién iría a la tienda y quién prepararía la cena. Como si cuando aparcaran, se sintieran saciados por su conversación y por el conocimiento que uno tenía del otro, y entonces pudieran sentarse juntos en silencio, a realizar tareas separadas.
Esta situación se alargó durante semanas y a ella le bastaba. No era una de esas jóvenes camareras que se emocionaban cuando él les ponía la mano en la cintura para deslizarse junto a ellas por el umbral de la puerta. No quería cotillear con sus amigas sobre cómo era él en la cama. Todos sabían que estaba casado. él y su esposa eran los favoritos del mundo gastronómico, aparecían en revistas y los invitaban a bodas y cumplea?os de celebridades. Estaba bastante segura de que tenía un hijo, tal vez más de uno. Emilie se quedaba cada vez más tarde, casi hasta el mediodía, que era cuando empezaba su clase. Se llevaba el portátil y escribía artículos enfrente de él. Se dio cuenta de que trabajaba mejor cuando estaba con Jacob. Podía estar sumida en sus pensamientos sobre un poema, con los dedos volando sobre el teclado, terminar el párrafo, inclinarse hacia atrás y ver que él le sonreía.
El personal llegaba poco a poco. Megan, la gerenta, y Ken, el recepcionista, comprobaban las reservas antes de volver más tarde. Los camareros degustaban los vinos nuevos y un menú en constante cambio. Una ma?ana, los encargados del bar asistieron temprano a una reunión y uno de ellos dejó el casco de la bicicleta sobre su mesa del desayuno.
—Ahí es donde se sientan Jacob y Emilie por las ma?anas —informó Megan—。 Vamos a la parte de atrás.
La recorrió un escalofrío por que la reconocieran de ese modo. Que dijeran su nombre, aunque la mayoría de la gente ni siquiera supiera que se estaban moviendo de sitio por la mujer que estaba arreglando las flores en silencio.
Entonces una voz que no reconoció a?adió:
—En realidad, podemos ir directamente a la barra. Voy a repasar todo lo que hay allí.
Emilie se volvió hacia ella, pero la desconocida ya se estaba dirigiendo a los demás fuera del comedor principal. Emilie caminó junto a ellos algo más tarde para tirar el primer lote de tallos cortados y ramas descartadas. La mujer (alta, esbelta, con el pelo corto y rubio, y tan guapa que Emilie se sonrojó) estaba sola detrás del mostrador mientras los demás la observaban mezclar y servir. Algunos tomaban notas.
Cuando volvieron al comedor, la mujer se detuvo junto a Emilie.
—Nunca había visto usar los helechos de ese modo, quedan extra?os con las peonías. Me refiero a que tienen una belleza peculiar. Nunca se me habría ocurrido ponerlos juntos. ?Te importa si los toco?
—Adelante —la invitó Emilie.
—Crecían en mi lugar de origen.
Observó cómo la mujer trazaba los bordes con los dedos y sintió una cercanía abrumadora, como si en realidad estuviera tocando a la propia Emilie. Era algo muy íntimo: el simple hecho de su vida. Ver la curva de su pómulo tan de cerca. Las puntas rubias de sus pesta?as. Las peque?as pecas que tenía en el puente de la nariz, como si fueran las motas de polen que se adherían a la ropa de Emilie después de trabajar.
La mujer se volvió hacia ella.
—Soy Sara.
Emilie sintió que el rubor la delataba, pero logró tenderle la mano.
—Soy Emilie.
El apretón de Sara era firme y su mano muy suave, pero había algo más. Algo en el modo en el que encajaban, palma con palma, que hacía que Emilie no quisiera soltarse.
—Ah —comprendió Sara—。 La Emilie que se sienta con Jacob.
Se soltaron las manos.
Quería negarlo todo, pero no podía. Quería decir que no era así, que no significaba nada, pero ?qué significaba en realidad?
—No pasa nada, lo entiendo —a?adió Sara.
Emilie la observó despedirse de los demás. La vio riendo con Megan por algo y recibiendo un sobre de Jacob. Pasó junto a ella, pero se detuvo en la puerta.
—Encantada de conocerte, Emilie —se despidió levantando la mano.
Emilie sintió que se ruborizaba de nuevo, quería volver a tener la mano de Sara sobre la suya. Vio que Sara tenía una serie de tatuajes en el antebrazo; le había parecido que eran palabras, y deseó saber qué decían.
—?Es nueva aquí? —le preguntó a Jacob un rato después, ante los huevos, la mermelada y la tostada de siempre.
—Ojalá. Solo nos está asesorando. Llevo meses tratando de sacarla de Odessa, pero finalmente he conseguido que nos dise?ara la nueva carta de cócteles. ?Quieres probar algo? Sé que tienes clase ahora, pero solo será un sorbo. Dime qué piensas. He estado buscando una bebida exclusiva. El Yerba Buena. Esto es lo que se le ha ocurrido.
Ella lo siguió hasta la barra, donde él verificó la receta escrita en un papel, y midió y vertió con cuidado. Emilie esperaba que Jacob tuviera seguridad en todo, pero encargados del bar se movían mucho más rápido, hacían de manera despreocupada lo que él hacía de un modo concentrado y preciso. Finalmente le entregó una coupe, especial para servir tragos. Emilie bebió un sorbo; tenía un sabor amargo que en cierto modo recordaba a los alimentos, aunque seguía siendo un poco dulce.