—?Y tú todavía estabas en Nueva Orleans?
—En casa de su madre, nos habíamos casado poco antes. Sigue leyendo.
Rebuscó entre montones de cartas. Encontró anuncios de nacimiento y estampitas con oraciones religiosas. Un recorte de periódico sobre la boda de sus abuelos. ?El altar estaba decorado con palmeras altas, helechos y racimos de gladíolos blancos. La novia estaba radiante con un vestido de satén marfil con encaje?. Habían pasado la luna de miel en Baton Rouge.
Los álbumes estaban llenos de fotografías, pero la vista de Claire se había deteriorado tanto que Emilie le describió las imágenes. Un pícnic en Nueva Orleans. Claire y sus hermanas con vestidos blancos. Otra carta de su abuelo se había soltado de la pila.
?Cómo echo de menos tu gumbo en la cocina. Cómo echo de menos todos los momentos contigo?. A lo largo de tres páginas, con su elegante letra cursiva, contaba el recuerdo de su primera cita.
?Te besé. Estaba enamorado de ti, pero también era un idiota?.
Emilie pasaba varias horas al día leyendo en voz alta. Terminó todas las cartas y las puso en orden. Volvió a empezar desde el principio, ahora respetando las fechas. Clasificó las pilas de fotografías. Le gustaban especialmente las fotos de sus abuelos juntos, a veces con Bas de peque?o delante de su casa. Leyó en voz alta durante semanas, paseándose por la habitación de su abuela. Se sentaba con las piernas estiradas a su lado en la cama. Leía entre sus gemidos y sus débiles respiraciones. ?Mi dulce esposa?, leía una y otra vez. ?Ahora estoy bastante cansado?.
Y después de tres semanas y cinco días de lectura (mientras la habitación retrocedía en el tiempo y dejaba florecer el pasado, mientras Emilie leía sobre la nostalgia de su abuelo y el anhelo de su abuela, sobre cocina, primos, romances, bailes en Nueva Orleans, pícnics en Los ángeles y los dolores y placeres del amor), la abuela murió.
La familia se reunió en la casa. Lauren aferró a Colette entre sus brazos. Bas habló en voz baja con los enfermeros de cuidados paliativos y con la funeraria. Se secó las lágrimas. Emilie se quedó en silencio, abrazándose el pecho. Finalmente, todos salieron del porche delantero. Lauren y Bas se alejaron, y Emilie esperaba que Colette hiciera lo mismo, pero esta se sentó en el oxidado columpio del porche.
—Me marcho —le dijo a Emilie.
—?Adónde?
—A un lugar que creo que me ayudará.
—?De rehabilitación? —A Emilie le había parecido que Colette estaba sobria, pero ?estaba segura de ello? Estaba agotada. Se asentía adormecida. Se había esforzado tanto por darle una muerte dulce a Claire que no le había quedado espacio en su interior para otra gente, ni siquiera para Colette.
—No, no es rehabilitación. Es solo… un lugar. Un grupo de gente. Cerca de Mendocino, en el océano. Dejan que la gente se quede allí y viva junto a ellos. Es algo por lo que hace mucho tiempo que siento curiosidad, pero se supone que es muy… intenso.
—?Así que es como una secta?
—No. Es más una terapia que una secta, por lo que he oído.
—?Cuándo? —preguntó Emilie.
—Ma?ana.
—Pero la ceremonia será pronto. En unas semanas.
—Lo sé, Em —dijo Colette—。 Lo sé. Pero no puedo.
Entonces Emilie recordó la conversación que habían mantenido con su abuela.
—?Necesitas dinero? —le preguntó odiando el modo en que sonaba esa frase. No había pedido nada de eso.
—No —repuso Colette—。 Estoy bien. —Se puso de pie colgándose el bolso del hombro—。 Allí no hay cobertura. Y, de todos modos, se supone que no podemos tener el móvil, dicen algo sobre que nos distrae de la vida real. Pero te llamaré.
Emilie abrió mucho los ojos. Sacudió la cabeza.
—Vale —aceptó.
Colette la abrazó, y entonces un coche se detuvo ante ellas y se la llevó lejos.
Emilie echaba de menos el restaurante. No los días y las noches con Jacob, sino ese lugar. La comida.
El dolor de la muerte hizo que lo anhelara todavía más.
Se estaba preparando para vender la propiedad de Claire, sentada en la mesa del comedor con la radio pública encendida, y la voz de Jacob había sonado en un panel de chefs que discutían sobre justicia alimentaria en Nueva York. Escuchó durante un rato mientras revisaba el joyero de Claire, y al final del programa, el presentador anunció que todo el panel asistiría a un destacado restaurante de Manhattan para un evento benéfico aquella noche. Cambió de emisora y pasó a la siguiente caja de diamantes y rubíes falsos.
él estaba al otro lado del país.
Pensó en los cócteles, las ensaladas y el pan caliente.
Cedería a sus antojos y se daría el capricho de cenar ella sola en la barra.
Durante las últimas semanas de vida de Claire había dormido en el sofá-cama del antiguo estudio de su abuelo. Pero ahora que su abuela se había ido, sentía la pérdida demasiado cercana. El vacío, las cartas, las fotografías. Sería mejor volver al apartamento del garaje con su sala de estar de color amarillo brillante. Era preferible pensar en Pablo y en Alice ayudándola a pintar que pensar en los últimos días de Claire.
Por lo general, le había dado bastante igual el apartamento del garaje, pero aquella noche, mientras estaba en la ducha, se dio cuenta de sus defectos. Las paredes de plástico de la ducha que se separaban en los bordes, el moho del techo, el cabezal de la ducha tan bajo que tenía que inclinarlo hacia arriba o agacharse para mojarse el pelo.
Cruzó su habitación envuelta en una toalla y sintió la alfombra misteriosamente húmeda bajo sus pies. Eligió un vestido verde bosque que tenía desde hacía a?os, sin mangas y con un pronunciado escote en V y, mientras se lo abrochaba, se imaginó paredes blancas y suelos limpios y relucientes, un armario que oliera a cedro y un espejo de cuerpo entero que no distorsionara.
Condujo hasta el Yerba Buena como si fuera a visitar a un viejo amigo que la quería. Como si hubiera pasado el tiempo y no se hubieran llamado tanto como deberían, pero todavía se conocieran bien.
La recepcionista era desconocida, agradable como todo el personal del Yerba Buena, con una sonrisa para Emilie y una sincera esperanza de poder encontrarle una silla en la barra sin reserva.
—?Ajá! ?Sí! Acompá?eme.
Emilie la siguió más allá de la mesa en la que había pasado tantas ma?anas, más allá de los jarrones con flores que había arreglado otra persona, más allá de la barra delantera hasta la principal en la parte trasera del restaurante, donde colgaban en fila adornos de vidrio soplado sobre la pulida barra de mármol. Se sorprendió de nuevo por su belleza. Y se sintió aliviada al ver tantos rostros desconocidos. Aparte de una sonrisa de complicidad de un chef que estaba saludando a una mesa de amigos y un rápido beso en la mejilla de Megan, podría haber sido cualquiera.