?Muchísimo?, había a?adido Pablo.
Pero ahora a ella no le quedaba nada que decir, así que dejó las llaves sobre el mostrador y cerró la puerta.
Emilie recordaba el garaje de su infancia. Ella y Colette se habían quedado a dormir allí unas cuantas veces, como una novedad, y sus abuelos les llevaban la cena y les ponían vídeos en el videograbador portátil. Ahora hacía a?os que no entraba ahí. Y, al parecer, tampoco lo había hecho nadie. El suelo de linóleo estaba pelado y agrietado, y había telara?as por todas partes. Las habitaciones olían a humedad, pero al menos era un lugar nuevo.
—Dejemos la puerta abierta —sugirió Pablo—。 Que se ventile.
Llevaron el sillón por el patio trasero, abrieron las cajas y llenaron la librería con los libros de lomo verde. Quitaron las sábanas de la cama y las lavaron. Mientras Pablo barría las telara?as, Emilie dejó sus cristales sobre los sucios alféizares de las ventanas.
—Primero tendrías que quitarles el polvo —aconsejó Pablo, pero ella simplemente se encogió de hombros. No podía creer todo lo que había logrado en un solo día. Aun así, notó que la sensación de derrota regresaba rápidamente—。 ?Podrías vivir en la casa, no?
—Creo que las dos queremos nuestro espacio —respondió.
Pablo golpeó una parte descolorida del techo con el palo de la escoba.
—Me preocupa un poco que esto se vaya a derrumbar.
—Dudo que me mate.
—Bueno, sí —admitió él—, yo también lo dudo. Pero aun así, es invierno. ?No habrá goteras si llueve?
—?Estáis ahí?
Alice apareció por la puerta. Acababa de salir de trabajar y, tal como había prometido, llevaba tacos. Emilie agradeció la interrupción.
—Voy a ense?arte la casa —le dijo—。 Nos tomará treinta segundos. Y luego, mientras comemos, podemos hablar de la decoración.
Alice asintió y dejó su bolso junto a la puerta.
—Aquí está el ba?o —se?aló Emilie cuando Alice entró.
—?Ese es el único toallero? —preguntó se?alando un trozo de plástico roto.
—Sí. Aquí está la sala de estar.
Alice vio la mancha del techo y se quedó boquiabierta.
—?Qué? —preguntó Emilie.
Alice la se?aló.
—Aterrador, ?verdad? —a?adió Pablo.
—Ya lo hemos hablado. Aquí está la cocina. La nevera es muy peque?a, pero probablemente cocine casi siempre en la casa. Tampoco es que cocine mucho. Y este es el dormitorio.
Alice cruzó la peque?a habitación hacia su única ventana. Corrió la tiesa cortina y vio barras de metal. Una valla.
—Comamos —propuso Pablo—。 Me muero de hambre.
Se sentaron alrededor de una mesa verde de plástico en el patio, fuera del apartamento. Había una valla parcial que los separaba del jardín más espacioso de Claire, repleto de buganvillas en flor.
—Este patio está bastante bien, ?no? —comentó Emilie—。 Podría poner una tumbona.
—Tal vez podrías buscar un sitio nuevo para almacenar las latas para reciclar —puntualizó Pablo.
—Bueno, evidentemente. Aquí no se ha quedado nadie desde hace al menos quince a?os. Solo están aquí por eso. —Se volvió hacia Alice—。 En cuanto a la decoración, estaba pensando en muchos colores vivos y plantas.
—?Estás de broma, no?
—No —contestó Emilie—。 No es broma.
—No puedes establecerte en este lugar. Ya me cuesta pensar que vayas a quedarte temporalmente.
—Quiero sacarle el máximo provecho.
—Em —empezó Alice bajando el taco que estaba por morder. Tenía el ce?o fruncido en una mueca de preocupación—。 Em, lo siento. Pero no puedes vivir aquí.
Emilie apartó su plato. Apoyó la cara en la mesa, dejando que el plástico le calentara la mejilla.
—A ver, ?conocéis esa sensación… como si os estuvierais abriendo paso a través de la niebla? Excepto que esto es más que niebla. Apenas puedes salir de la cama. Cuesta formular las palabras.
—Supongo —admitió Pablo—。 Puede que me haya sentido así algunas veces.
—?A qué te refieres? —preguntó Alice.
—Así es como me siento todo el tiempo —dijo Emilie.
—?Desde cuándo?
—No lo sé. ?Desde siempre? No me acuerdo.
—Emilie —dijo Alice—, ?lo dices en serio?
—Solo quiero paredes de colores vivos, ?vale? Necesito algo que me saque de esto.
Así que Alice y Emilie fueron a la ferretería a comprar pintura, mientras Pablo conducía hasta su casa para traer pinceles y rodillos. Volvieron con rosa para la cocina, amarillo para el dormitorio y verde para la sala de estar.
—Joder —exclamó Pablo cuando el primer trazo de pintura tocó la pared del dormitorio—。 ?Cómo se llama este color? Bueno, espera, da igual. Su verdadero nombre es amarrillo-anima-esa-puta-cara.
Se pasaron el resto del día pintando.
—Se nos ha olvidado comprar cinta —dijo Emilie mientras los tres inclinaban la cabeza para observar las líneas donde las paredes se unían con el techo amarillento, y luego recorrían el techo con sus grietas y manchas oscuras.
—Menos mal que no llueve nunca —agregó Alice.
Examinaron las molduras alrededor de las puertas, separadas de las paredes por clavos que se veían a simple vista.
—Ah, bueno —comentó Emilie. Subió por la escalera que había encontrado en el garaje e intentó trazar líneas rectas alrededor de los bordes.
Emilie había romantizado la muerte. Por supuesto, se había imaginado a Claire cada vez más débil, durmiendo más y necesitando ayuda para ir al ba?o. Eso era lo que sabía. Pero también había creído que mantendría conversaciones sinceras durante las tardes que pasaran juntas bajo el sol de enero.
En lugar de eso, había una interminable clasificación de pastillas. Discusiones para que se las tomara. La alegría forzada de sus padres entrando y saliendo. Las caídas, los cortes y las magulladuras. El modo en el que Claire se pasaba todo un día en la cama, negándose a beber el agua que le ofrecía, y con la respiración tan débil que Emilie se preparaba para el final, lloraban mientras fregaba los platos y hablaba con el personal de cuidados paliativos, y luego, a la ma?ana siguiente, cuando entraba por la puerta trasera, se encontraba a Claire en la cocina, vestida y leyendo Los Angeles Times.
Un día Claire le había dicho que llamara a su hermana. Emilie abrió la puerta delantera cuando Colette llamó al timbre y se tomó un momento para observarla a través de la reja de metal antes de dejarla pasar.