Dave la miraba fijamente.
—Lo dices en serio —se sorprendió.
—Claro que lo digo en serio.
—Vale, pues hagámoslo.
Condujo la camioneta el resto del trayecto. Había muchos coches aparcados en los caminos de gravilla y en la calle. Estaba atardeciendo, pero todavía no era de noche y sería fácil identificar a Sara y a Dave si alguien se molestaba en hacerlo. Pero ?por qué iba a importarles? Cualquiera que conociera a Eugene sabría que se lo merecía. Cualquiera que conociera a Sara (la chica que había perdido a su madre, la chica cuyo padre traficaba con drogas, la chica que había desaparecido y por fin había vuelto a casa) miraría hacia otro lado.
La casa que había junto a la de Eugene era un alquiler vacacional. Había una caja de seguridad en la puerta. Un camino vacío. Perfecto para lo que necesitaban. Un camino fácil por el que empujar la camioneta, espacio suficiente para inclinarla. La puerta de Eugene estaba abierta, solo tenía puesta la mosquitera. Probablemente lo oiría todo. Saldría y los vería después de oír el impacto.
—?Preparado? —preguntó.
—Sip —confirmó Dave.
Soltó el freno de mano, se pusieron detrás de la camioneta y empujaron. Lentamente, muy lentamente, se movió. Poco a poco, se volvió más fácil empujarla, y un momento después los neumáticos estaban girando sin ellos. La mosquitera se abrió de golpe, Eugene salió corriendo para verlo. La camioneta rodando por el borde del camino, extra?amente silencioso, antes de precipitarse sobre los tocones y los arbustos, y estrellándose en medio de su muelle. Se hundió. Se paró. Se hundió un poco más hasta que la mayor parte quedó sumergida, pero había un trozo que sobresalía.
Finalmente, bajo ella, el suelo se quedó quieto. Estaban a varios metros de distancia, pero Eugene se volvió hacia ellos y los reconoció. Desde la distancia, Sara pudo ver cómo había envejecido: el estómago le colgaba más y su cabello había desaparecido. Escupía veneno por los ojos, pero Dave y ella habían crecido. Estaban viviendo sus propias vidas, a pesar de lo que él había hecho. Estaban uno al lado del otro, hombro con hombro, los dos con veintiocho a?os. Podrían haberlo destrozado con las manos, haberlo desgarrado con los dientes.
Pero eso tendría que ser suficiente.
Algunos de los vecinos, alertados por el ruido, salieron a mirar desde sus porches.
Finalmente, Eugene dijo:
—Qué manera de desperdiciar una buena camioneta.
Sara se encogió de hombros y replicó:
—No la quiero.
Sobre ellos se alzaban las secuoyas. Bajo ellos, corría el río. El muelle en el que Sara se tumbaba con su madre en aquellos cálidos veranos era ahora un montón de madera astillada. La camioneta que su padre conducía por el pueblo no era más que una mara?a de metal sumergida.
No les quedaba nada por hacer.
Juntos, Sara y Dave volvieron andando por la boscosa manzana, y pasaron al lado de los espectadores que les habían dado la espalda como a tantas otras cosas en sus vidas. Que volverían a mirar hacia otro lado con ese peque?o asunto.
—Te llevo a casa —se ofreció Dave.
—No pasa nada. Me apetece caminar.
—Pronto se hará de noche.
—Lo sé.
—Vale. —él abrió la puerta y entró en su coche—。 Oye, Sara —le dijo—。 Necesitaba esto. No sé por qué no hice nada hace unos a?os.
Ella asintió y levantó la mano para despedirse.
él encendió el motor del Cadillac, se despidió también con la mano y se marchó.
Una vez que estuvo fuera de su campo de visión, ella siguió por todas las manzanas del barrio hasta River Road. Ahí estaba el letrero que se?alaba Armstrong Woods.
Se dio cuenta de que podría caminar hasta allí. Y de pronto sintió que era lo único que podía hacer.
Caminó tres kilómetros por la suave pendiente de la calle. Pasó por la vieja cafetería y por la librería, hasta que estuvo oficialmente fuera del pueblo. Tenía los pies cansados, pero no le importaba. Estaba yendo a casa.
Llegó a la estación del guardabosques, no necesitaba ningún mapa. Y ahí estaba, el momento en el que el aire cambiaba. Inhaló todo lo que pudo. Quería tragárselo, sentir el bosque en su interior. Caminó por el sendero más empinado. Subió y subió tanteando el camino en la oscuridad, descansando de vez en cuando para recuperar el aliento mientras pasaban las horas.
Sobre ella, la luna brillaba entre las ramas y podía ver mejor. Estaba lejos del sendero pero quería adentrarse más, quería el musgo que se extendía sobre los árboles caídos. Quería la resbaladiza y húmeda babosa banana en la palma de la mano. Quería sentir los helechos en el rostro y la tierra sobre su piel. Quería andar y andar. Ante ella había un grupo de secuoyas jóvenes que se elevaban alrededor de un antiguo tocón hueco. Casa, pensó, metiéndose en la hondonada.
Le dolía todo cuerpo debido al agotamiento. Se tumbó sobre un lecho de agujas de pino, y encontró una sección plana y lisa en el árbol hueco. Apoyó la cabeza sobre él. Se envolvió con los brazos para mantener el calor. Cerró los ojos y sintió la mejilla de Emilie contra la suya, sintió la babosa banana deslizándose sobre su estómago y sobre el de Annie, visualizó el rastro brillante que dejaba sobre sus pieles desnudas. Se las imaginó a ambas apareciendo allí. A Annie viva, todavía con dieciséis a?os, diciendo: ?Claro que estoy bien. ?Por qué estabas tan preocupada??. El pelo de Emilie cayéndole suavemente por la espalda y acercándola a ella para darle un beso. Estaba sobre los hombros de su padre, escuchando el río correr, sintiéndose valiente y poderosa. ?Ven aquí?, le decía Emilie abriéndole los brazos. ?Estamos contigo?, decía Annie. ?Estamos contigo?. Dave llevándola en su coche con las luces de la bola de discoteca bailando por el techo. Su madre tomándola de la mano y diciéndole: ?Lo siento. Eres perfecta. Tendría que haberte querido mejor?. El peque?o Spencer pegando su cuerpo al de ella. Grant viéndola por la ventanilla y sintiendo alegría en el pecho. La respiración de Sara se volvió más regular, su cuerpo se rindió. Se durmió en las profundidades del bosque.
YERBA BUENA La noche después de que Sara se marchara, Emilie so?ó que estaba en Guerneville. Iba recorriendo una larga calle en medio de la oscuridad, buscando a Sara. Vio una luz en una casa y el coche de Sara aparcado ante ella. Siguió un camino cubierto de musgo hasta la puerta. Se quedó parada en silencio. Pensó en llamar, pero cambió de opinión.
En su sue?o, condujo a un motel. Se quitó la ropa y nadó hasta el centro de la piscina. Flotó con los ojos abiertos hacia el cielo negro.