Volví a la habitación sin los beneficios del alcohol. Cuando Francheska terminó de arreglarme, me dijo que ya podía ponerme el vestido. Sus secuaces me ayudaron con los zapatos de tacón y me rociaron con algún perfume que al menos olía bastante bien. Para finalizar, Francheska se puso frente a nosotras y nos miró durante un minuto largo como si buscara fallos en nuestro aspecto. Al parecer no los encontró, porque de repente asintió y chasqueó los dedos.
—Espejo —exigió.
Una de sus secuaces corrió y arrastró un espejo movible de cuerpo entero que estaba cubierto con una manta. Lo puso frente a nosotras y tiró de ella con dramatismo.
Artie y yo nos vimos reflejadas. La reacción de Artie fue poner la boca en ?O?, asombrada y fascinada al mismo tiempo. Yo me miré, seria, porque no sabía si odiaba o me gustaba lo que veía.
Lo que había en el espejo era como una versión Cash de mí. Tenía ese brillo elegante y lujoso que los caracterizaba a ellos. El vestido dorado era impresionante y hacía que tuviera una figura aceptable. El collar, que era caro, me daba un toque distintivo. El cabello muy lacio y planchado, junto con el maquillaje, me daban un aire más maduro y sensual.
De acuerdo, Francheska era rara, pero sabía hacer su trabajo. No me veía como una payasa. Nada era tan exagerado. Me veía asombrosa desde un punto de vista objetivo. O, mejor dicho, me veía desde el punto de vista de Aegan, desde lo que a él le gustaba en una chica. Y, bueno, así no era yo.
Artie, por otro lado, estaba fascinada con ambas. Su estilo era más salvaje: el cabello en ondas desenfadadas y abundantes y el maquillaje resaltaban sus delicadas facciones.
—Gracias, Francheska —le dije con total sinceridad—。 Estamos increíbles.
La mujer asintió con orgullo y, sin decir nada, salió con su séquito de la belleza detrás. Cuando volví a mirarme en el espejo, me dije a mí misma: ?Puedes con esto?.
Y sí, podía con el vestido, el peinado y el maquillaje, e incluso podía fingir que adoraba aquella fiesta, pero no iba a poder con lo que pasaría después.
Al cabo de una hora, nos encontramos todos en el pasillo de las habitaciones porque debíamos oír instrucciones y luego bajar juntos. Apenas vi a Aegan, Adrik, Aleixandre y Owen con sus trajes…
Bueno, creo que para que entiendas lo increíbles que se veían te los tengo que describir uno a uno, comparándolos de una forma poética porque eso eran ese momento: arte. Malvado, pero arte.
Aegan parecía listo para pasar por la alfombra roja de los Oscar. Le habían peinado el cabello azabache hacia atrás y unos anillos de plata muy varoniles refulgían en sus poderosos dedos. Con sus ojos claros y endemoniados, parecía un felino, y daba la impresión de que con una sola palabra era capaz de hacer que el mundo se moviera a su antojo. Era poder, lujuria, vanidad y malicia al mismo tiempo.
Aegan era un personaje escrito por Oscar Wilde.
A Aleixandre le brotaba un estilo más romántico, como el del chico con el que esperabas que fuera tu primer beso, te quitara la virginidad y te llevara a todas las fiestas, también a la de la graduación, e incluso al fin del mundo. Por primera vez, de su cabello engominado se había escapado un mechón que le caía sobre la frente, dándole un toque juvenil. Todo en él gritaba risas y amor, pero también picardía y juegos.
Aleixandre era un caballero creado por Jane Austen.
A Owen el traje le quedaba más informal. Llevaba los primeros botones de la camisa desabrochados y dos mechones rubios le enmarcaban la cara, mientras el resto del cabello estaba recogido en una coleta baja. No se había dejado peinar y ni siquiera lo había necesitado. Pero viéndolo ahí parado, con las manos hundidas en los bolsillos, no había duda de que, si le tomaban una fotografía para una revista, saldría perfecto.
Era el muchacho deslumbrante de la novela juvenil que tanto nos derrite.
Y, por último, estaba Adrik. Serio, impasible, pero más misterioso que nunca, como si todo él te incitara a descubrirlo. Su traje era negro, muy informal, e iba sin corbata. Le habían peinado como a Aegan, pero tuve la sospecha de que él mismo se había despeinado un poco para diferenciarse. Y desde luego que sí se diferenciaba, sobre todo por esa chispa de amargura que le daban sus cejas.