Me dedicó una irritante sonrisa que gritaba que estaba muy seguro de que todo saldría como él deseaba. Quise poder borrarla de su rostro, y posiblemente sí podría, ya que en parte me había arriesgado porque en realidad tenía un as escondido en la manga, y él no tenía ni idea de eso…, ni idea…
—Está bien —acepté, fingiendo que no me molestaba en absoluto el riesgo—。 Apuesto el favor.
Oh, iba a joder a Aegan como nunca lo habían jodido, porque Trump le bailaría en tanga a Obama antes de que yo hiciera algo que él quisiera.
—Nueva mano —ordenó Aegan.
Se hizo como él quiso, pese a que era la ronda final y en cualquier otro juego serio no se habrían aceptado cambios ni apuestas tontas.
Mientras me entregaban las cartas, sentí que me sudaban las manos. Sí, estaba nerviosa, y era ridículo. Ya había jugado muchísimas veces antes. Mi propia madre me había ense?ado. Había ganado las mejores apuestas en la preparatoria, pero el punto era que esa no era la preparatoria. Ahí estaba delante de ese imbécil autoproclamado como Dios Supremo de la élite de Tagus, y el miedo de no ganar como había estado segura de hacerlo unos segundos atrás empezó a aumentar, porque si perdía él me dejaría en ridículo.
No podía darle el gusto. Por mi nombre y apellido, no podía.
Adrik, Aegan, el otro chico y yo miramos nuestras cartas. Solo les eché un rápido vistazo y las oculté. No hice ningún gesto. Me mantuve seria, imposible de leer.
—Vaya… —murmuró Aegan, estudiando las cartas.
Por el brillo victorioso en sus ojos, asumí que tenía una buena mano. Eso lo confirmé un momento después cuando hizo lo que me temía: se inclinó hacia delante y dobló la apuesta. Ahora el resto debíamos igualar la cantidad. ?Cuánto era? ?Dos mil?
El silencio de la gente a nuestro alrededor se volvió denso, observador.
—Voy —dijo Adrik sin dudar, doblando la apuesta también.
El otro muchacho miró hacia ambos lados, nervioso. No le quedaba nada. Nada. Su billetera estaba sobre el borde de la mesa y solo relucían un par de tarjetas doradas, las cuales no se podían apostar, claro. Pensé que se retiraría, pero entonces suspiró con resignación y comenzó a quitarse el reloj plateado que llevaba puesto en la mu?eca derecha.
—Voy —dijo, y apostó el reloj.
La atención recayó en mí. De reojo vi que Adrik me miraba, aunque no pude descifrar nada en él. Aegan, por otro lado, rebosaba seguridad. Me echó un vistazo pesado, analítico. Sus ojos brillaron con una emoción potente, agresiva, divertida. Aquello estaba convirtiéndose en un auténtico show para él, ?no?
Bien, me removí sobre la silla y esbocé una sonrisa juguetona.
—?Qué más puedo apostar? —pregunté.
Sabía que estaba sonando como una tonta, pero esa era la idea.
—Sorpréndeme. —Aegan se encogió de hombros.
Los muchachos alrededor rieron por lo bajo.
Fingí que pensaba.
—?Qué tal… una sorpresa? —fingí también que se me ocurría de repente—。 Una gran sorpresa.
—No es así como se juega —se burló, y con cuidado aclaró—: Tiene que ser algo valioso.
—Es que lo es —aseguré con entusiasmo—。 Juro que vale los siete mil dólares.
Me aseguré de sonar lo más incitante y misteriosa posible. Parecerá gracioso, pero Aegan se lo pensó. Apostar una sorpresa no era algo permitido en un juego legal, solo que era obvio que ese Cash era ambicioso y no le gustaba lo convencional. Además, él mandaba. Si se le antojaba, podían apostarse ratas muertas.
—Bien, vas con la sorpresa —dijo—。 Y solo acepto porque esto está resultando ser entretenido.
Así que llegó la verdadera confrontación final. Era la hora de mostrar las cartas.
Los nervios y las ansias casi se palpaban. Quien tuviera la mejor mano, ganaba todo lo que había en la mesa, y si no era yo, tendría que ingeniármelas. Quién sabía qué pretendía pedirme que hiciera.
Primero fue el chico. Dejó la mano al descubierto. Tenía un trío. Tres cartas del mismo valor. Con eso habría ganado si hubiera estado jugando contra estúpidos novatos.