The Seven Year Slip(94)
—?Vamos, vamos! —dijo Drew, sujetándonos por las mu?ecas para sacarnos de la sala de espera por el pasillo—。 ?Tienes que conocerla! Tienes que conocerla. Es increíble.
Y Penelope Grayson Torres, que nació con dos kilos y medio, fue, de hecho, increíble. Incluso cuando me escupió encima.
Aquel lunes por la ma?ana, el despacho de Rhonda estaba cálido y tranquilo cuando entré y dejé la carta sobre su mesa. El trabajo era tranquilo sin Drew y Fiona, pero ellas estarían de baja por maternidad durante los próximos meses, y yo odiaba tener que irme para cuando volvieran. Los altavoces de Rhonda emitían un suave zumbido pop mientras ella se recostaba en la silla y pasaba página tras página de un manuscrito encuadernado, con las gafas bajas sobre el puente de la nariz. Me miró, con las cejas fruncidas por la confusión que le producía la carta.
—?Qué es esto?
El final, el principio.
Algo nuevo.
—Me di cuenta de algo durante el verano —empecé, retorciéndome los dedos nerviosamente—, y fue que ya no soy muy feliz. Hacía tiempo que no lo era, pero no sabía por qué hasta que un viejo amigo volvió a mi vida.
Rhonda se incorporó un poco, tomó la carta y la abrió.
—Siento que esto sea una sorpresa, para mí también lo fue. No estoy segura de lo que quiero hacer —continué mientras ella leía la carta de dimisión, con el rostro cada vez más sombrío—, pero no creo que sea esto. Muchas gracias por la oportunidad, y lo siento.
Porque sentía que había malgastado su tiempo durante siete a?os. Por haberme recortado partes de mí misma, una y otra vez, para encajar en las expectativas que creía que tenía que hacerme. Nunca iba a llevar tacones ni americanas: ya no quería eso, y me asustaba pensarlo, pero también me emocionaba un poco.
No pude mirarla mientras me daba la vuelta para marcharme, pero al hacerlo, Rhonda dijo:
—Yo no descubrí quién quería ser hasta que tuve casi cuarenta a?os. Tienes que probarte muchos zapatos hasta que encuentras unos con los que te gusta caminar. Nunca hay que disculparse por ello. Una vez que encontré los míos, he estado contenta durante veinte a?os.
—Apenas aparentas más de cincuenta —le dije, y ella echó la cabeza hacia atrás riendo.
—Vete —me dijo, agitando mi carta hacia mí—, y diviértete un poco mientras estás ahí fuera.
Así que lo hice.
Aunque tenía dos semanas para traspasar mis funciones a Juliette y ayudar a Rhonda a iniciar el proceso de contratación de mi sustituta, empaqueté mi cubículo en una caja —Drew siempre lo llamaba una salida de una caja— y me di cuenta de que una parte de mí, subconscientemente, siempre supo que no estaría aquí para siempre. No llené mi escritorio de cosas de casa. No decoré mi tablón de corcho con fotos de amigos y familiares. Ni siquiera cambié el fondo de pantalla de mi ordenador.
Simplemente estaba aquí.
Y eso ya no era suficiente.
Una vez presentada mi dimisión, el trabajo era extra?o. Juliette y yo comíamos en Bryant Park sobre la hierba, y poco a poco empecé a ceder a mis autores y a despedirme, y manteníamos a Fiona y a Drew al corriente de todos los chismes de la sala de trabajo.
Después de la preinauguración de hyacinth, Drew no volvió a tener noticias de James y su agente hasta el martes siguiente, e incluso entonces fue solo para informarnos de que pronto tomarían una decisión definitiva, pero sin concretar cuándo. Al parecer, habían estado tan ocupados con los últimos preparativos para la inauguración oficial del restaurante que no habían tenido tiempo. No tuve el valor de decirle a Drew que estaba segura de que había jodido nuestras posibilidades por completo; estaba segura de que me odiaba. O al menos no quería volver a verme, pero Drew estaba tan ocupada con su recién nacido que dudo que pensara en James de pasada.
Y si James quería verme, sabía dónde vivía, aunque parecía que ni siquiera el apartamento quería que lo volviera a ver.
Capítulo 36
Temporada turística
Lo peor de renunciar a mi trabajo, sin embargo, fue descubrir cómo decírselo a mis padres, que destacaban en todo lo que hacían. Mis padres, que nunca renunciaban a nada. Mis padres, que me habían inculcado esa misma ética.
Mis padres, que exigieron celebrar mi cumplea?os este fin de semana, como siempre hacían.
Mis padres, a los que dije que sí porque los quería y no quería decepcionarlos.
Y me temía que lo haría de todos modos.
—?Cari?o! —llamó mamá, haciéndome se?as para que me acercara a la mesa donde se sentaban ella y papá, aunque yo ya podía caminar hasta la mesa con los ojos vendados. Todos los a?os venían a la ciudad el fin de semana de mi cumplea?os. Pedían la misma mesa en el mismo restaurante el mismo sábado antes de mi cumplea?os y siempre acababan pidiendo exactamente la misma comida. Era una especie de tradición que se remontaba hasta donde yo podía recordar, un ritual a estas alturas.