The Seven Year Slip(86)
—Yo también he oído hablar mucho de ti —murmuré en su blusa.
Al cabo de un momento, me soltó y me puso las manos en los hombros, mirándome bien desde debajo de sus gafas de media luna.
—?Eres igual que ella! Casi su vivo retrato.
Esbocé una peque?a sonrisa. ?Era un cumplido?
—Gracias.
Dio un paso atrás para darme la bienvenida a su apartamento.
—Pasa, pasa. Estaba a punto de hacer café. ?Te gusta el café? Tienes que ser así. Mi hijo hace el mejor café…
Lo que mi tía no había mencionado, sin embargo, era que Vera tenía un acento sure?o muy leve, y su apartamento estaba lleno de fotos de una peque?a ciudad sure?a. No me fijé demasiado en ellas cuando entré en el salón y me senté, y ella nos preparó dos tazas de café y se sentó a mi lado. Estaba un poco entumecida, todo borroso. Después de tantos a?os escuchando historias sobre esa mujer llamada Vera, aquí estaba en carne y hueso.
Esta era la mujer que Analea había amado tanto que la dejó ir.
—Me preguntaba cuándo podría conocerte —dijo Vera mientras se sentaba a mi lado—。 Es una sorpresa. ?Está todo bien?
En respuesta, metí la mano en el bolso y saqué la carta que le había enviado a mi tía. Estaba un poco arrugada de tanto luchar con mi cartera, pero la alisé y se la devolví.
—Lo siento —empecé, porque no sabía qué más decir.
Frunció el ce?o al tomar la carta sin abrir.
—Oh —susurró, dándose cuenta—, ?está…?
Había cosas que eran difíciles de hacer —divisiones complicadas sin calculadora, un maratón de cien millas, abordar un vuelo de conexión en el aeropuerto de Los ?ngeles en veinte minutos—, pero ésta era, con diferencia, la más difícil. Encontrar las palabras, reunirlas, ense?arle a mi boca cómo decirlas, ense?arle a mi corazón cómo entenderlas…
Nunca le desearía esto a nadie.
—Falleció —forcé, incapaz de mirarla, tratando de mantenerme firme. Estable—。 Hace unos seis meses.
Su respiración se entrecortó. Agarró con fuerza la carta.
—No lo sabía —dijo en voz baja. Bajó la mirada hacia la carta. Luego volvió a mirarme—。 Oh, Clementine. —Sujetó mi mano y la apretó con fuerza—。 Verás, hace poco que he vuelto a la ciudad. Mi hijo tiene un trabajo aquí y quería estar cerca de él —divagó, porque le sentaba mejor que detenerse en esas palabras: ella había fallecido. Se tragó su tristeza y dijo, después de un momento, mientras se recomponía—: ?Puedo preguntar qué pasó?
No, quería contestar, pero no porque estuviera avergonzada. No estaba segura de poder hablar de ello sin llorar.
Por eso no hablaba de ello con nadie.
—Ella… no había estado durmiendo bien, así que su médico le recetó una medicina hace un tiempo. Y ella solo… —Todas las veces que lo había ensayado me habían fallado. No sabía cómo explicarlo. Estaba haciendo un mal trabajo—。 Los vecinos llamaron el día de A?o Nuevo cuando ella no abría la puerta, pero era demasiado tarde. —Apreté los labios y los cerré con fuerza al sentir que un sollozo me salía del pecho—。 Se fue a dormir. Tomó lo suficiente para saber que no se despertaría. La encontraron en su sillón favorito.
—El azul. Oh —la voz de Vera se quebró. Dejó caer la carta y se llevó las manos a la boca—。 Oh, Annie.
Porque, ?qué otra cosa se puede decir?
—Lo siento —susurré, apretándome las u?as en las manos, concentrándome en el agudo dolor—。 No hay forma fácil de hablar de ello. Lo siento —repetí—。 Lo siento.
—Cari?o, no fuiste tú. No hiciste nada malo —dijo…
Pero lo hice, ?no? Debería haber visto las se?ales. Debería haberla salvado. Debí haber…
Y entonces esa mujer a la que no conocía me rodeó con sus brazos y me apretó contra su blusa naranja quemada, y sentí que me daba permiso. Del tipo que no me había permitido durante seis meses. El tipo de permiso que había estado esperando, mientras estaba sentada sola en el apartamento de mi tía y el dolor brotaba tan alto que parecía sofocante. El permiso que creía haberme dado a mí misma, pero que no había sido un permiso para llorar, sino una orden para ser fuerte. De estar bien. Me dije una y otra vez que tenía que estar bien.
Y por fin alguien me dio permiso para deshacerme.
—No es culpa tuya —me dijo en el pelo mientras un sollozo escapaba de mi boca.
—Ella se fue —susurré, mi voz apretada y alta—。 Ella se fue.
Y me rompió el corazón.
Esta mujer que no conocía, que solo había imaginado en las historias de mi tía, me abrazó con fuerza mientras yo lloraba, y ella lloró conmigo. Lloré porque me había dejado, porque se había ido, aunque yo la persiguiera, con sus faldones revoloteando fuera de mi alcance. Se fue y yo seguía aquí, y había tantas cosas que aún no había hecho, o que nunca haría en el futuro. Había amaneceres que nunca vería y Navidades en Rockefeller Plaza de las que nunca se quejaría y escalas que nunca tomaría y vino que nunca volvería a beber conmigo en aquella mesa amarilla suya mientras comíamos fettuccine que nunca eran iguales dos veces.